La yurta estaba bien preparada.
Mari Mar contó unos ochenta palos que formaban su estructura. En el centro se trazaba
la imagen del escudo del país que tantas veces vimos repetida y que representaba
la imagen de paz y del hogar. El suelo estaba cubierto de alfombras.
El lugar era cómodo. Disponía de
unos camastros o catres con edredón y una gruesa manta. Eran un poco duros, aunque
más cómodo que dormir en el suelo. Las chicas optaron por dormir metidas en sus
sacos. Yo utilicé el edredón. Me puse los tapones para amortiguar el sonido.
Alguien empezó a roncar con vehemencia. Traté de relajarme y esperé a que
cesara la sinfonía, lo cual ocurrió en algún momento de la noche. Aquel sonido
garantizaba nuestra seguridad contra las alimañas del prado, que pensarían que
se enfrentaban a una feroz criatura que descansaba en el interior. Estaba
cansado y ligué un profundo sueño.
El viento y la lluvia batieron
con fuerza. Era como si el espíritu de la lluvia hubiera estado agazapado en
las nubes hasta desplomarse sobre el campo. Los plásticos que recubrían la
yurta se agitaban y provocaban bastante ruido. Creo que todos nos desvelamos
con la actividad nocturna. Sobre las seis, abrí los ojos y empecé a dar vueltas
en la cama. Esperé a que escampara para salir a mear. Para esa hora, alguien
había bajado en la entrada una cortina gruesa de esparto para protegerla y que
no penetrara el agua. La puerta no cerraba bien y sin ese invento –o detalle-
hubiera penetrado y, sin duda, encharcado algo más que la entrada. En el
momento de salir llovía muy ligeramente y me aventuré hasta las letrinas, a
unos 40 metros, al otro lado de un regato. Mientras estaba dentro, empezó a
llover con fuerza. Sólo llevaba el chubasquero y los calzoncillos. Me planteé
esperar, pero aquello no tenía muy buena pinta. Al final, me decidí a correr
hasta mi yurta.
Después de mí salió alguien y
dejó mal cerrada la puerta. Me levanté para atascarla. Se volvió a abrir unos
minutos después y Ana, la de San Sebastián, se levantó metida en el saco, dio
unos graciosos saltitos y la cerró. Regresó con otros saltitos igual de cómicos.
Creo que todos abrimos los ojos y nos reímos silenciosamente.
Daba mucha pereza salir de la
cama para ir a desayunar. Lo hice a las 7.45, el último, cuando ya no tenía
ninguna excusa. A las 8 nos reunimos en la yurta-comedor. El comentario general
fue la tormenta, el intenso batir de la lluvia y el viento sobre el valle. Nadie
había dormido profundamente por lo que en el desplazamiento fuimos alternando
cabezadas.
La naturaleza adormecida volvió
a la vida con el regreso del sol, que trabajaba aún a medio gas. Había que
arroparse bien. Me perdoné la ducha de la mañana. No me apetecía nada
enfrentarme al agua con el frío ambiente.
Mientras terminaban de cargar el
equipaje fuimos avanzando por la pradera hasta el puente. Los rebaños volvían a
desperdigarse por el campo. Cuando propusimos a Edil hacer la ruta del
desfiladero caminando, nos lo quitó de la cabeza: amenazaba lluvia. Y,
efectivamente, al penetrar en el estrecho camino comenzó a llover. Se hizo el
silencio en el vehículo. Apenas pudimos disfrutar del paisaje porque los
cristales se poblaron de gotas.
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