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Kirguistán 25. Yeti Oguz y Corazón Partido.



Cuenta la leyenda que el soberano local tenía una hija especialmente hermosa. Su deseo era que se casara con un personaje de alta alcurnia, como procedía según su posición social. Sin embargo, la princesa se enamoró de un hombre de clase baja. Ante la oposición del soberano, decidieron fugarse, a lo que el rey reaccionó mandando un destacamento en su búsqueda. Cuando los encontraron, ejecutaron al desdichado joven, lo que provocó que la princesa enfermara y muriera y que su corazón se partiera en dos. Aquel corazón partido quedó en las montañas como prueba del más grande amor.

En una fotografía del museo de Karakol, la roca exhibía varios colores, quizá en la época de la primavera. Aquel día, su color era rojizo y entre las dos mitades crecían los árboles, como si aún hubiera esperanza y floreciera ese amor tras la tragedia.

Nos habíamos desviado hacia el sur y la carretera, paralela al río, nos había conducido hasta el mítico lugar. Aunque estaba entre montañas, la roca quedaba exenta, toda una peculiaridad. El cielo se había cubierto de nubes que tamizaban un poco la intensa luz del día y aportaban un toque melancólico entre el verdor general del lugar.


La mejor forma de contemplar Corazón Partido era aparcando el vehículo a unos cientos de metros e ir acercándose, deleitándose con el sonido de las aguas bravas y paladeando la leyenda paso a paso. A mí me parecía que eran dos rostros imposibilitados para besarse, petrificados en el acercamiento previo, justo antes de hacer efectivo su amor. Las coníferas punteaban de lanzas verdes el entorno. Quizá fueran aquellos malvados soldados que habían sido castigados en forma vegetal.

En ese lugar aún el desfiladero de Yeti Oguz era un valle amplio. La zona adquirió fama tras la expedición de Seménov Tian-Shanski de 1856, que dejó reflejada su hermosura en sus escritos. En aquel entonces era una zona remota y poco habitada que en invierno sería inaccesible. Actualmente, era un destino popular en la temporada de verano.


Cerca, se alzaba una casa y una yurta. Un lugareño avispado se había situado con un águila que ofrecía a los visitantes para una foto como expertos cetreros. El águila saltaba, desplegaba sus alas y volaba en rasante. Daba respeto. Contemplamos otras rapaces, pero no tan cerca.
Caminamos hacia el río. Bajaba con una fuerza tremenda. Continuamos hasta los Siete Toros o Yeti Oguz, el nombre del río y del desfiladero.

Una formación de siete altas peñas de intenso color rojo montaba guardia ante un pequeño valle sitiado por el bosque. En la explanada habían construido varias casas y bloques para aprovechar las aguas termales. El balneario había cobrado fama. Una pequeña mezquita junto a la carretera daba servicio religioso al pueblecito.


Ascendimos una colina para disponer de una mejor vista sobre el conjunto. El rojo estratificado de los Siete Toros se repetía en las montañas circundantes. Bajo el verdor y el bosque, las tierras eran ferruginosas. Tras 20 minutos de ascensión suave alcanzamos un lugar que nos sirvió de privilegiado mirador. Las montañas se sucedían hasta el horizonte. El paisaje era muy bonito, digno de quedarse contemplándolo un buen rato.


La otra vertiente que se apreciaba desde lo alto era una panorámica alpina. Un colosal monte triangular marcaba esa visión. En las montañas cercanas ramoneaban las cabras, que no se sabía cómo no se despeñaban en unas cuestas tan pronunciadas. Las cimas se alternaban con amplias praderas y bosquecillos, todo en perfecta combinación. El sol nos regaló una sonrisa amplia.

En el llano nos esperaba un rebaño de ovejas y varios caballos. Un campesino ordeñaba a una yegua. En un improvisado puesto vendían productos de la tierra. Pero, sin duda, lo más alucinante fue una comitiva nupcial que había elegido el lugar para inaugurar su álbum de fotos. Perseguimos a los novios para inmortalizarles hasta que se internaron en el bosque.

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