A la espera de que abriera el
museo de Historia, teóricamente a las 10 de la mañana, dimos un paseo por las
calles donde se encontraban las casas rusas, generalmente de madera, de una o
dos plantas, fachada blanca y puertas y contraventanas de diversos y vistosos
colores. Lo más feo eran los tejados de chapa. La decoración era sencilla pero
atractiva. Algunas ofrecían un soportal avanzado y hermoso.
Desgraciadamente, algunas
estaban cerradas y deterioradas, aunque las había de buen aspecto, quizá porque
el uso obligaba a que estuvieran arregladas y bien pintadas. Las de la calle
Gagarin –hasta el parque Pushkin- brindaban un buen conjunto.
La otra distracción la ofrecía
la gente. La vida era sencilla, sin grandes sorpresas, pero también sin
apreturas. Dos niños jugaban en la calle con sus bicicletas o cochecitos.
Contemplé a tres generaciones de mujeres sentadas a un banco: la abuela con el pañuelo
típico a la cabeza, la blusa de lunares y una modesta falda, la madre a lo
occidental, aunque un poco anticuada, y la niña, sencilla, pero pizpireta, su
rostro redondo observándonos sin demasiada curiosidad.
Entramos a una tienda de
antigüedades. A la puerta, habían estacionado un utilitario soviético que sería
el equivalente del Trabant en Europa
del Este, o del Seiscientos de la época de nuestros padres. Estaba impecable.
El interior de la tienda era una almoneda donde se acumulaban todo tipo de objetos
de una forma desordenada y surrealista. Por eso, me gustó. Había máquinas de
escribir de la napoleónica, quinqués, una romana, cámaras de fotos del
pleistoceno, libros con ácaros para una prole de alérgicos, proyectores, loza,
vasos, cuadros horrorosos, retratos de Lenin, una estatua de Stalin, una
calculadora rudimentaria y mecánica, y todos los cachivaches que se puedan
imaginar. Me hubiera gustado quedarme más tiempo y empaparme de esos objetos.
El museo acogía una colección
interesante. No era de grandes dimensiones y las piezas se acumulaban en las
salas, aunque ofrecía mucha información valiosa sobre la historia, la cultura,
las tradiciones y la flora y la fauna de la región, una buena forma de
recopilar conocimientos antes de partir hacia tierras más salvajes. Las piezas
estaban numeradas y se añadían explicaciones y fotografías complementarias, lo
cual era muy de agradecer. A falta de grandes fondos, habían puesto mucho
empeño y cariño para que la exposición fuera muy decente. Una vez más, aconsejaba
su visita.
La primera parte era más
etnográfica. En la zona convivían dos tribus, según nos aclaró Edil, cuyos
nombres se traducían como la del alce amarillo y la del ciervo. Los utensilios
iban desde piedras de moler o vasijas, hasta armas primitivas, arados o
herrajes. Un mapa situaba los hallazgos.
En una sala circular habían
instalado una yurta, la tienda tradicional de las gentes de la estepa que, con
pequeñas variantes, se encontraba en territorios desde Asia central hasta
Mongolia. Los tejidos, como tapices, presentaban un vivo color rojo y una
decoración geométrica bonita. También exhibían una silla de montar tradicional,
varios instrumentos musicales, como el comus,
el instrumento nacional de tres cuerdas, y unos arcones.
Nos acercamos hasta las
representaciones de la gran epopeya nacional, el Manás, con los principales
personajes, con aire a lo Tolkien o las sagas nórdicas. Imponían respeto.
También habían querido mostrar
las vestimentas típicas con graciosas muñecas acompañadas de fotos y dibujos.
Al verlas, los asociabas con los países del este europeo. Edil nos informó de
que antes de casarse, las mujeres llevaban cuarenta trenzas. Al contraer
matrimonio, las reducían a dos. Y si enviudaban, se quedaban sólo con una. Esa
tradición estaba en recesión y no era ya muy habitual encontrar a las mujeres
siguiendo la misma. En la siguiente sala reproducían algunos elementos de una
casa tradicional, como la máquina de coser Singer, que identificaba con la que
había en casa de mis padres, un acordeón o un gramófono.
Quizá el elemento más
interesante era una amplia exposición de fotografías de Ella Maillart, la
viajera, escritora y fotógrafa suiza que viajó por Asia en la década de 1930.
Parece ser que tuvo que disfrazarse de hombre ya que en aquella época no estaba
permitido que una mujer fuera sola. Su vida y viajes los había llevado al cine el
realizador Raphael Blanc.
Las fotografías mostraban los
mercados, la gente humilde, escenas cotidianas, ancianos o mujeres. En muchas
de ellas aparecía la propia fotógrafa. Reconocimos Samarcanda, la plaza Registán,
los mausoleos reales, el observatorio de Ulug Beg, una reunión del Partido
Comunista en una madrasa y otras imágenes singulares y muy interesantes.
Para rematar, varios animales
disecados, principalmente mamíferos y aves. Fue lo más cerca que estuvimos del
leopardo de las nieves, el oso, el jabalí o la cabra montesa.
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