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Kirguistán 22. Las casas rusas y el museo de Historia de Karakol.



A la espera de que abriera el museo de Historia, teóricamente a las 10 de la mañana, dimos un paseo por las calles donde se encontraban las casas rusas, generalmente de madera, de una o dos plantas, fachada blanca y puertas y contraventanas de diversos y vistosos colores. Lo más feo eran los tejados de chapa. La decoración era sencilla pero atractiva. Algunas ofrecían un soportal avanzado y hermoso.


Desgraciadamente, algunas estaban cerradas y deterioradas, aunque las había de buen aspecto, quizá porque el uso obligaba a que estuvieran arregladas y bien pintadas. Las de la calle Gagarin –hasta el parque Pushkin- brindaban un buen conjunto.


La otra distracción la ofrecía la gente. La vida era sencilla, sin grandes sorpresas, pero también sin apreturas. Dos niños jugaban en la calle con sus bicicletas o cochecitos. Contemplé a tres generaciones de mujeres sentadas a un banco: la abuela con el pañuelo típico a la cabeza, la blusa de lunares y una modesta falda, la madre a lo occidental, aunque un poco anticuada, y la niña, sencilla, pero pizpireta, su rostro redondo observándonos sin demasiada curiosidad.


Entramos a una tienda de antigüedades. A la puerta, habían estacionado un utilitario soviético que sería el equivalente del Trabant en Europa del Este, o del Seiscientos de la época de nuestros padres. Estaba impecable. El interior de la tienda era una almoneda donde se acumulaban todo tipo de objetos de una forma desordenada y surrealista. Por eso, me gustó. Había máquinas de escribir de la napoleónica, quinqués, una romana, cámaras de fotos del pleistoceno, libros con ácaros para una prole de alérgicos, proyectores, loza, vasos, cuadros horrorosos, retratos de Lenin, una estatua de Stalin, una calculadora rudimentaria y mecánica, y todos los cachivaches que se puedan imaginar. Me hubiera gustado quedarme más tiempo y empaparme de esos objetos.


El museo acogía una colección interesante. No era de grandes dimensiones y las piezas se acumulaban en las salas, aunque ofrecía mucha información valiosa sobre la historia, la cultura, las tradiciones y la flora y la fauna de la región, una buena forma de recopilar conocimientos antes de partir hacia tierras más salvajes. Las piezas estaban numeradas y se añadían explicaciones y fotografías complementarias, lo cual era muy de agradecer. A falta de grandes fondos, habían puesto mucho empeño y cariño para que la exposición fuera muy decente. Una vez más, aconsejaba su visita.


La primera parte era más etnográfica. En la zona convivían dos tribus, según nos aclaró Edil, cuyos nombres se traducían como la del alce amarillo y la del ciervo. Los utensilios iban desde piedras de moler o vasijas, hasta armas primitivas, arados o herrajes. Un mapa situaba los hallazgos.

En una sala circular habían instalado una yurta, la tienda tradicional de las gentes de la estepa que, con pequeñas variantes, se encontraba en territorios desde Asia central hasta Mongolia. Los tejidos, como tapices, presentaban un vivo color rojo y una decoración geométrica bonita. También exhibían una silla de montar tradicional, varios instrumentos musicales, como el comus, el instrumento nacional de tres cuerdas, y unos arcones.

Nos acercamos hasta las representaciones de la gran epopeya nacional, el Manás, con los principales personajes, con aire a lo Tolkien o las sagas nórdicas. Imponían respeto.
También habían querido mostrar las vestimentas típicas con graciosas muñecas acompañadas de fotos y dibujos. Al verlas, los asociabas con los países del este europeo. Edil nos informó de que antes de casarse, las mujeres llevaban cuarenta trenzas. Al contraer matrimonio, las reducían a dos. Y si enviudaban, se quedaban sólo con una. Esa tradición estaba en recesión y no era ya muy habitual encontrar a las mujeres siguiendo la misma. En la siguiente sala reproducían algunos elementos de una casa tradicional, como la máquina de coser Singer, que identificaba con la que había en casa de mis padres, un acordeón o un gramófono.

Quizá el elemento más interesante era una amplia exposición de fotografías de Ella Maillart, la viajera, escritora y fotógrafa suiza que viajó por Asia en la década de 1930. Parece ser que tuvo que disfrazarse de hombre ya que en aquella época no estaba permitido que una mujer fuera sola. Su vida y viajes los había llevado al cine el realizador Raphael Blanc.


Las fotografías mostraban los mercados, la gente humilde, escenas cotidianas, ancianos o mujeres. En muchas de ellas aparecía la propia fotógrafa. Reconocimos Samarcanda, la plaza Registán, los mausoleos reales, el observatorio de Ulug Beg, una reunión del Partido Comunista en una madrasa y otras imágenes singulares y muy interesantes.


Para rematar, varios animales disecados, principalmente mamíferos y aves. Fue lo más cerca que estuvimos del leopardo de las nieves, el oso, el jabalí o la cabra montesa.



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