Mientras avanzábamos por la
carretera, nuestro guía comentó la intensa relación económica que Kirguistán
mantenía con China. Pero esa relación había generado un tremendo déficit en
contra de Kirguistán y una deuda exterior muy abultada. Tan grande era que en
un futuro se planteaba en la calle que la deuda sería condonada a cambio de
incorporarse a China.
Al margen de la veracidad de esa
afirmación, en la ficha país del Ministerio de Asuntos Exteriores español
figuraba que el 80% del comercio exterior del país se canalizaba con China y
que había planes para hacer del yuan una moneda plenamente convertible en
Kirguistán. En los últimos quince años se habían instalado en este país unos
cien mil chinos.
China había invertido en los
secotres de energía, minería y telecomunicaciones. El país era su vía de acceso
a Asia central, con importantes proyectos de construcción de vías de tren y
carreteras para comunicarse con Uzbekistán.
En septiembre de 2013 habían
firmado diversos acuerdos que llevarían consigo una inversión de 3.000 millones
de dólares en proyectos de infraestructuras, como un gasoducto que trasladaría
desde Turkmenistán, vía Uzbekistán y Tayikistán, el preciado combustible.
China no estaba lejos en nuestro
recorrido. Hubiera sido una prolongación natural. Cuando aún no tenía perfilado
el viaje me planteé ampliarlo hasta la mítica ciudad de Kashgar (o Kasgar), en
la región china de Sinkiang, habitada mayoritariamente por los musulmanes
uigures. La zona fue incorporada a la China manchú entre 1758 y 1759.
Deseché esa opción al implicar
un mayor número de días, más visados y más complicaciones, pero lo que más
influyó en mí fue la opinión de mi amigo Alfred, que había estado dos o tres
años antes. Las casas de adobe tan características de la ciudad, habían dado
paso a impersonales bloques de cemento.
La región de los uigures ha sido
en los últimos años un hervidero de conflictos. Según un artículo de XL
Semanal, el suplemento dominical de ABC, de ese verano de 2018, los atentados
de 2009 y 2014 habían servido de excusa “para implantar un férreo e inusitado
control policial”. Todo estaba cubierto de cámaras de vídeovigilancia. Hablar
con un extranjero era motivo para ser interrogado, los taxis llevaban dos
cámaras conectadas a los organismos de seguridad, decía el artículo. “El
gobierno ha creado más de 90.000 plazas de policía sólo desde el verano de
2016, más del doble que en los siete años anteriores”. No era mi deseo
sumergirme en un lugar así.
La información que desplegaba
del autor del artículo, Bernhard Zand, era espeluznante. Su conclusión, “lo que
un régimen autoritario es capaz usando la tecnología del siglo XXI”, me llenaba
de preocupación porque el avance del gigante asiático es imparable. Es la
versión moderna del Gran Hermano.
A los que eran sospechosos los
detenían y los mandaban a lo que denominaban “irse a estudiar”, expresión que
realmente significaba mandar a un campo de reeducación. El programa de
“evaluación social” era como un carnet por puntos sobre la fidelidad al
régimen. Partiendo de 100 puntos, se restaban por actividades nimias, pero
consideradas sospechosas, ya no digamos subversivas. Quedarse con menos de 60
puntos era arriesgado.
Las conclusiones negativas
también eran ratificadas por el escritor William Dalrymple en su libro “Tras
los pasos de Marco Polo”, que leí a mi regreso. Viajó a la zona en 1986.
Confirmaba la desaparición de las casas antiguas y de algo más que eso: su
esencia. Se hospedó en la antigua sede del Consulado Británico, que había
perdido su encanto:
Si Chini
Bagh ha perdido buena parte de su romanticismo desde los días del Gran Juego,
lo mismo ha ocurrido con el resto de Kashgar. Una nube de polvo gris flota por
encima de la ciudad como un velo. Las antiguas murallas han sido derribadas y
sólo quedan en pie algunos fragmentos. En medio de los bazares se han abierto
calles largas y amplias con carriles separados para coches, autobuses,
bicicletas y peatones… Pero los chinos quieren dar la impresión de que Kashgar
es una ciudad abierta al siglo que viene. Por esta razón a cada lado de las
calles se construyen edificios totalitarios sin ningún encanto y en el centro
de la avenida principal se levanta una estatua de grandes dimensiones de Mao
con la mano alzada en señal de bendición a las extensiones vacías del Parque
Popular. La Kashgar musulmana es atacada por la Pekín marxista, y la ciudad aún
lleva las cicatrices de la Gran Revolución Proletaria de finales de los años
sesenta. Los uigures, el único pueblo de Asia que no se molestó en ofrecer
resistencia a Gengis Kan, han presenciado cómo las tropas manchúes de ocupación
eran reemplazadas por las tropas de ocupación maoístas. Durante las dos últimas
décadas han seguido mirando cómo la Guardia Roja quemaba sus mezquitas,
prohibía el Corán, encarcelaba a sus mullahs
y cerraba sus escuelas, bazares y medersas. Los uigures tienen muy buenas
cualidades, pero no son una raza valiente.
Dalrymple destacaba la capacidad
de supervivencia de los uigures y quizá en ella radicaba la posibilidad de que
algún día salieran de esa pesadilla y volvieran a ser el pueblo pacífico y
comerciante que habían sido.
Nuestro vehículo se fue alejando
más de la frontera china.
Nota sobre las imágenes: la fotografía del minarete de Kashgar y la imagen antigua de la ciudad han sido obtenidas de Wikipedia y tienen licencia Creative Commons que permiten su distribución.
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