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Kirguistán 21. La catedral de la Santísima Trinidad.



Cuando me desperté al día siguiente,
mi primer impulso fue mirar al cielo.
Las nubes se extendían en bandas paralelas,
que iban de norte a sur.

Dersu Uzala, de Vladimir Arseniev.

Me desperté remoloneando lo más que pude tras sonar la alarma en el móvil. Me asomé a la ventana y se elevó mi moral al comprobar que el sol dominaba firme sobre el cielo. Busqué las nubes, que se organizaban en estratos, como en bandas paralelas. El cielo las impulsaba de un extremo al otro del marco de la ventana.
Busqué en el aire los restos de una aurora que debió de ser de un rojo cálido. No había rastro de ella en aquel momento de la mañana, por mucho que me obstinara en mantenerme firme ante la ventana. Se había marchado y no quería que nada pudiera trazar su recorrido de retirada. No quería que la molestaran hasta su nueva aparición al día siguiente. Me vestí y bajé a desayunar.

Por la noche había llovido con estruendo, según me informaron mis compañeros en el desayuno. Sin embargo, fui ajeno a los violentos truenos. Amaneció nublado, aunque fue despejando. Las nubes se retirarían hasta las montañas.
El primer desplazamiento nos condujo hasta la hermosa catedral ortodoxa de la Santísima Trinidad. La actual databa de 1895 ya que la anterior había sido destruida por el terremoto de 1887. La tarde anterior había contemplado sus cinco cúpulas por encima del tejido de tejados de la ciudad.

Tras el triunfo de la revolución bolchevique, la iglesia fue convertida en una escuela para niños. Según mis notas, en base a las explicaciones de Edil, fue un orfanato. En 1986 decidieron transformarla en un museo, aunque la caída de la URSS supuso el abandono del proyecto. Después, en 1992, regresó el clero y el culto.

Si la mezquita Dungana era el hogar espiritual de la comunidad musulmana china, la Santísima Trinidad era el exponente de la tolerancia religiosa respecto de los rusos que se trasplantaron a estas tierras y las convirtieron en su hogar y su patria. Era una continuidad del carácter sagrado del valle, que había dejado un rastro de restos arqueológicos, muestras de la cultura y las creencias de diversos pueblos, y las construcciones que nos legaron.


Me gustó nada más verla. Paré a unos metros para contemplarla en conjunto, la madera antigua, los tejados verdes, los remates en cúpulas bulbosas y las cruces. Las coníferas del jardín la ambientaban perfectamente. La rodeé completamente antes de entrar a su interior.

Dentro, destacaban varios iconos rusos, como el de la Santísima Trinidad, de Andrey Rublev, o un espléndido San Jorge. El interior, blanco con resalte azul claro, era luminoso. La estética era bizantina, oriental. Destacaba el frontal y el iconostasio. En las pechinas de la cúpula central habían representado el Tetramorfos, a los cuatro evangelistas con sus símbolos tradicionales. En el tambor, escenas de la vida de Cristo.

La iglesia mantenía el culto, por lo que rogaban no hacer fotos. Una señora cubierta con un pañuelo floreado encendió una vela. Vitaly, uno de los conductores, elevó una plegaria. Se santiguó después de un rato y salió.


A uno de los lados de la entrada habían instalado un pequeño puesto de recuerdos religiosos. Al otro lado, en una esquina, se acumulaban en un pequeño desorden cajas y barreños.

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