Cuando me desperté al día
siguiente,
mi primer impulso fue
mirar al cielo.
Las nubes se extendían en
bandas paralelas,
que iban de norte a sur.
Dersu
Uzala, de Vladimir Arseniev.
Me desperté remoloneando lo más
que pude tras sonar la alarma en el móvil. Me asomé a la ventana y se elevó mi
moral al comprobar que el sol dominaba firme sobre el cielo. Busqué las nubes,
que se organizaban en estratos, como en bandas paralelas. El cielo las
impulsaba de un extremo al otro del marco de la ventana.
Busqué en el aire los restos de
una aurora que debió de ser de un rojo cálido. No había rastro de ella en aquel
momento de la mañana, por mucho que me obstinara en mantenerme firme ante la
ventana. Se había marchado y no quería que nada pudiera trazar su recorrido de
retirada. No quería que la molestaran hasta su nueva aparición al día
siguiente. Me vestí y bajé a desayunar.
Por la noche había llovido con
estruendo, según me informaron mis compañeros en el desayuno. Sin embargo, fui
ajeno a los violentos truenos. Amaneció nublado, aunque fue despejando. Las
nubes se retirarían hasta las montañas.
El primer desplazamiento nos
condujo hasta la hermosa catedral ortodoxa de la Santísima Trinidad. La actual
databa de 1895 ya que la anterior había sido destruida por el terremoto de
1887. La tarde anterior había contemplado sus cinco cúpulas por encima del
tejido de tejados de la ciudad.
Tras el triunfo de la revolución
bolchevique, la iglesia fue convertida en una escuela para niños. Según mis
notas, en base a las explicaciones de Edil, fue un orfanato. En 1986 decidieron
transformarla en un museo, aunque la caída de la URSS supuso el abandono del
proyecto. Después, en 1992, regresó el clero y el culto.
Si la mezquita Dungana era el
hogar espiritual de la comunidad musulmana china, la Santísima Trinidad era el
exponente de la tolerancia religiosa respecto de los rusos que se trasplantaron
a estas tierras y las convirtieron en su hogar y su patria. Era una continuidad
del carácter sagrado del valle, que había dejado un rastro de restos
arqueológicos, muestras de la cultura y las creencias de diversos pueblos, y
las construcciones que nos legaron.
Me gustó nada más verla. Paré a
unos metros para contemplarla en conjunto, la madera antigua, los tejados
verdes, los remates en cúpulas bulbosas y las cruces. Las coníferas del jardín
la ambientaban perfectamente. La rodeé completamente antes de entrar a su
interior.
Dentro, destacaban varios iconos
rusos, como el de la Santísima Trinidad, de Andrey Rublev, o un espléndido San
Jorge. El interior, blanco con resalte azul claro, era luminoso. La estética
era bizantina, oriental. Destacaba el frontal y el iconostasio. En las pechinas
de la cúpula central habían representado el Tetramorfos, a los cuatro
evangelistas con sus símbolos tradicionales. En el tambor, escenas de la vida
de Cristo.
La iglesia mantenía el culto,
por lo que rogaban no hacer fotos. Una señora cubierta con un pañuelo floreado encendió
una vela. Vitaly, uno de los conductores, elevó una plegaria. Se santiguó
después de un rato y salió.
A uno de los lados de la entrada
habían instalado un pequeño puesto de recuerdos religiosos. Al otro lado, en
una esquina, se acumulaban en un pequeño desorden cajas y barreños.
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