A las ocho de la tarde me senté
en un café ocupado por turistas y viajeros jóvenes para beber una cerveza
local. Estaba en una de las calles más ajetreadas de la ciudad y me distraje
contemplando a las personas y los coches.
Nuestro joven guía, que nos
confesó que era su primera experiencia con turistas, nos dejó en el hotel a las
cinco de la tarde después de comer y visitar la mezquita. Aproveché para dormir
un rato (estaba bastante cansado, aunque el día no había sido demasiado
movido), mandé y recibí mensajes para la familia y los amigos y escribí un rato.
La habitación era modesta, de pensión, pero pensé que la echaría de menos en
los siguientes días en donde el programa anunciaba yurtas y una casa local.
El hotel estaba en una calle con
bulevar en la parte alta de la ciudad. Algo más allá, como telón de fondo, reinaban
las poderosas montañas de la cordillera Terkey-Alatoo. Estábamos en torno a los
1800 metros sobre el nivel del mar. La parte baja a unos 1690 metros. Las casas
de nuestro entorno eran dignas de un barrio obrero, de Tetuán de las Victorias,
como diría mi cuñado. A esa hora, el calor había cesado y los locales
aprovechaban para salir a pasear tranquilamente con los niños. Esa parte de la
ciudad estaba bastante tranquila.
Tomé hacia la derecha y llegué a
la estatua dorada de Lenin, comprobando nuevamente el aprecio del que gozaba en
estas tierras. El conjunto que se desplegaba al otro lado de la ancha calle era
la universidad, con varios edificios mamotréticos de inspiración soviética.
Bajé por un parque rectangular
con varias estatuas de héroes de la tierra y plena de flores. Unos niños
chapoteaban en una alberca, otros correteaban divertidos y alguno se ofreció a
posar para mi cámara.
La impresión es que esa parte de
la urbe pertenecía a los lugareños, mientras que un poco más abajo, en las
calles de mayor animación, se refugiaban los viajeros, la mayoría jóvenes y
aventureros, aunque también me crucé con gentes sin aspecto de Indiana Jones.
Karakol era un buen punto de partida para realizar excursiones de uno o varios
días hacia las montañas. En el pasado, partieron varias expediciones a Asia
central y oriental desde este punto. A 7 kilómetros había una estación de
esquí.
La ciudad fue fundada en 1869 por
el capitán ayudante barón Kaulbars en la ruta que unía el valle de Chuy con
Kashgar, la mítica ciudad de los uigures, ya en la China oriental. La
traducción de su nombre sería río negro,
como el río cercano. Al ser una ciudad nueva, su urbanismo era racional, lo que
dio lugar a una cuadrícula con calles que se cortaban en ángulo recto. En el
pasado, se obligaba a que cada persona que edificara estableciera un jardín
delante de su casa, según leí en la web de centralasia. Hasta el terremoto de
1887 las casas se construyeron en adobe. Posteriormente, en madera, de mejor
comportamiento frente a los seísmos. La madera permitía, además, una hermosa
decoración que aún perduraba en las fachadas. Actualmente, contaba con unos
80.000 habitantes, aunque oficialmente la cifra bajaba a 65.000.
Tomé la calle que me pareció más
atractiva y me puse a caminar, a observar los carteles, a la gente que acudía
al supermercado, a los que iban recogiendo para empezar el fin de semana, que
no sabía si incluiría el sábado.
Mi caminar me llevó cerca de
varios restaurantes y hoteles, algunos hostel
y muchas tiendas. No es que hubiera nada especial que ver o que hacer, pero me
gustó caminar sin destino fijo y contemplar la cotidianidad de esta gente, el
ambiente general, lo que no era posible captar cuando atravesamos los lugares
en autobús de un lugar a otro.
Donde me senté compartí terraza
abierta con una pareja cuarentona de italianos, un veinteañero con barba que se
había pedido una pizza margarita, lo que me animó a hacer lo mismo, dos
americanas jóvenes rubias y con unas piernas de infarto, y dos jóvenes que
conversaban en inglés con quien parecía un profesor con su ayudante.
Mientras degustaba la pizza
encendieron las luces del local y la calle quedó iluminada. El sonido de fondo
podía ser de grajos o de sapos cabreados que vencían a las voces y el sonido de
los vehículos que pasaban. El cielo perdió la luminosidad del sol, aunque aún tuvo
tiempo para dorar las nubes.
Cuando salí por la tarde pensé
que regresaría pronto y que nada me retendría en las calles. Sin embargo, aquel
tejido urbano animó mi corazón y me mantuvo activo para esa primera exploración.
Entró la noche y un tacto fresco sobre la piel. Sin prisa, inicié el regreso y
me confundí entre las familias que paseaban.
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