Comimos en Dastorkan Etno Bar,
en la avenida Przevalski de Karakol, un sitio muy aconsejable por su comida y
su ambiente. Como indicaba su web y algunos comentarios, era acogedor,
informal, ideal para niños. Ofrecía comida china, asiática, europea o
vegetariana. Su seña de identidad era la comida tradicional y la hospitalidad.
Repasando notas propias y
comentarios ajenos encontré que la comida de la zona estaba influida por la
dungana, la de los musulmanes chinos que emigraron a Karakol. No sabría decir
si tomé ashlyan-fu, una sopa fría con
pasta, verduras y especias, un tanto picante, o lagman, que también llevaba pasta, carne frita, verduras y
especias. Si el arroz sustituía a la pasta lo denominaban ganfan. El Karakol manty estaba
compuesto de carne, hierbas, ajo, pimienta y especias. Las especies y el picante,
además de la pasta, eran el signo claro de esa influencia heredada del vecino
del este.
A consecuencia de los
enfrentamientos que hubo hacia 1877 en China entre quienes profesaban las
religiones tradicionales del país y los musulmanes, éstos se vieron obligados a
emigrar. Se calculaba que unos 300.000 cruzaron las montañas Tian Shan y se
aposentaron en Kirguistán. A esos chinos musulmanes se les denominó dungan.
Con el tiempo, esa comunidad se
consolidó y construyó una mezquita acorde con sus necesidades y dignidades.
Para ello, se invitó a un arquitecto de Pekín, Zhou-Si, lo que explica el
estilo Qing, el de la dinastía reinante en aquel momento en China y que poco
tiempo después sería desplazada del poder. La construcción duró tres años.
Estaba activa para 1910.
Lo primero que llamaba la
atención era su aspecto de pagoda o templo budista o confuciano. Los motivos
decorativos seguían esa tendencia, como los aleros cuyas esquinas se elevaban,
los dragones, de buen augurio, y otros elementos en colores vivos. Algo
parecido lo había observado en Xian, en China, en la mezquita principal, que se
confundía con cualquier templo budista. Si el templo era la casa de Dios, los
que los construían se basaban en las casas de su entorno o de su tradición. Junto
al edificio principal se alzaba el alminar cuadrado en madera azul clara. A esa
hora no había feligreses. No era hora de rezo.
La segunda peculiaridad es que
no habían utilizado clavos para unir los diversos elementos de madera. Rodeamos
el edificio estudiando sus detalles. En algunos paneles aparecían inscripciones
en árabe. Algunos aspectos de esos murales, como la representación de los
planetas o un arco iris sobre una montaña blanca, eran francamente curiosos.
Aconsejaban que los musulmanes
no penetraran al interior del templo. Lo cumplimos. Las puertas estaban
abiertas y la solitaria sala de oración, con el mihrab al fondo y en el centro, se contemplaba sin problemas.
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