El museo de petroglifos al aire
libre de Cholpon-Ata estaba en la ladera de la montaña. Ocupaba un lugar
utilizado como templo para adorar al sol y otros cuerpos celestes. Recibía su
nombre de un espíritu protector mitológico, la Estrella de Venus, que ese era
el significado de Cholpon. Ata significaba padre. En la web centralasia,
informaban que también Cholpon-Ata era el santo protector de las ovejas.
El bus se infiltró por calles y
caminos hasta alcanzar la entrada. No vi ningún indicador que facilitara al
conductor la dirección correcta, por lo que tuvo que tirar de intuición y buena
memoria. Más abajo, hubo un aeropuerto y aún quedaba uno de los edificios de la
terminal que afeaba el entorno.
La primera impresión era que nos
habían conducido a un roquedal donde se amontonaban enormes piedras que habían
quedado en el terreno arrastradas por un río o un glaciar, o por los
terremotos, que eran frecuentes, aunque de variadas intensidades. En cuanto
cruzabas la valla y te acercabas a ese caos de piedras apreciabas su
importancia. Sobre las rocas se había formado la pátina o barniz del desierto,
una capa natural de meteorización o rubefacción, si la capa era roja. Por supuesto,
la explicación fue patrocinada por las chicas Encarta.
Sobre aquellos líquenes de
colores habían trazado los petroglifos. Según las fuentes que consultaras
variaba su número desde un entorno de mil a cinco mil, siendo el número más
probable el de dos mil. Tampoco había unanimidad en la datación, probablemente
entre el 800 a. C. y el 1200 d. C. Para algunos, se remontaban hasta 1500 años
a. C. En algunos casos se especulaba en base a la representación de animales
extinguidos o escasos en la actualidad que en otro tiempo camparon a sus anchas
por el lugar. Con la consolidación del Islam se desapareció esta práctica. Me
pareció pasmoso que hubieran resistido hasta la actualidad.
El animal más representado era
la cabra montesa, con ostentosas cornamentas, aisladas o en grupo, en
movimiento o contemplativas. También habían representado camellos, ciervos, el
conjunto de un cazador con su perro y una cabra y otros más. Unos carteles
daban cuenta del contenido.
Seguimos una de las sendas que
habían trazado para facilitar la visita. El sol era intenso, lo que facilitó en
algunos casos la observación, mientras que en otros provocaba unas sombras que
devoraban los dibujos. En algún foro aconsejaban la visita hacia el atardecer,
ya que el sol impactaba de una forma más conciliatoria.
Nuestro grupo, y los que
compartieron el lugar en aquel momento con nosotros, fuimos muy cuidadosos con
los petroglifos. Pero observé diversas fotos de gente subida a las rocas
sentados y apoyando el calzado en las pinturas. A estos visitantes poco
cuidadosos se unía un intento de restauración con productos químicos que pudo haber
sido su sentencia de muerte. Pero, en general, mantenían un estado bastante
bueno. También contemplamos algunos graffitis.
Avanzando, encontramos tumbas,
restos de muros que quizá marcaran el límite del antiguo templo, rocas
agrupadas en círculos y otras curiosidades. Cuando alguien encontraba algo más
singular, un hombre sobre una cabra, alguna escena peculiar o extraña, llamaba
al resto o se adelantaba a ello Edil, nuestro guía. Las vistas sobre las
montañas eran hermosas y les acompañaban las nubes densas y algodonosas, un
adorno improvisado por el cielo. La visión del lago la perdimos al iniciar el
ascenso.
La anécdota fue que nos encontrarnos
con un grupo geológico del País Vasco con el que habían compartido excursiones
científicas las chicas Encarta. El que dirigía el grupo estaba de
reconocimiento para organizar rutas geológicas por el país. Kirguistán era un
país muy atractivo en ese sentido.
Cuando salíamos, entraba un
grupo de coreanos que se cubrían con sus paraguas de colores para evitar los
rayos del sol.
Me pareció un lugar curioso y
aconsejo su visita.
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