Balykchy ocupa el extremo
occidental del lago. Su nombre se traduciría como “pescador”, que había
mantenido desde la independencia, tras varios cambios de denominación, como
Ketmaldy (nombre del río cercano), Rybachye (lugar de pesca en ruso) o
Issyk-Kul, como el lago. Fue fundado por un soldado retirado, M.I. Bachin, que
montó una granja y una oficina postal, por lo que leí en Wikipedia.
El pueblo de pescadores parecía
haberse decantado por el turismo. La belleza del lugar lo merecía. Atrás
quedaron los tiempos en que tuvo industria, que desapareció por la caída de la
Unión Soviética. Estaba en el trazado de la Ruta de la Seda, entre Bishkek y
China. En verano gozaba de buena temperatura al estar a 1900 metros sobre el
nivel del mar. Su población superaba los 40.000 habitantes.
El lago Issyk-Kul era el segundo
mayor lago salado del mundo. De este a oeste
medía 183 kilómetros, por 58 kilómetros de norte a sur. Su profundidad máxima
alcanzaba los 702 metros. Era un lago salado. Esa era la razón por la que no se
congelaba en invierno.
Desperté justo antes de
desviarnos hacia nuestro hotel, el Royal Beach, sugerente nombre para nuestro
alojamiento. Estaba un tanto avejentado y se respiraba en él un ambiente de
hace dos décadas. La habitación era amplia. Se encontraba en una urbanización
repleta de chalets con jardín. Evidentemente, el lago era un destino popular
para las vacaciones.
Desde lejos lucía un color azul
que Mar calificó como como caribeño, intenso, con una banda más clara junto a
la orilla. El lago no estaba contaminado, lo cual nos tranquilizó, aunque se
estaba reduciendo de tamaño y crecía su salinidad. El fantasma del mar de Aral
pasó por mi mente. Quizá el lago comunicaba en el pasado con esos parajes por
los que habíamos pasado y que geológicamente mostraban un lago en extinción.
Las montañas nevadas marcaban el
horizonte aunque las brumas impedían un perfil de las cimas más evidente. El
calor las provocaba en esos días y por ello evitaba el placer de contemplarlas
más firmemente dibujadas.
Tras un breve descanso me animé
a bajar a la playa, que estaba bastante concurrida. Quise dar un paseo
bordeando el lago pero hacia la izquierda el camino estaba cortado. Esa zona no
estaba urbanizada. Las montañas eran pardas, hoscas, sin vegetación, aunque daban
un hermoso contraste con las aguas.
La arena de la playa no era
demasiado fina. Me pregunté si la habían traído de otro lugar para recubrir las
piedras y hacer más agradable el caminar. Pero niños y grandes no paraban en
esos detalles y chapoteaban con alegría, las mujeres tomaban el sol en bikini o
charlaba con las amigas. El ambiente era familiar. Habían instalado unos toldos
para que las pieles blancas de estas gentes no se quemaran.
Caminé un rato por la playa, me
encontré con Edil y Vitali, con Sole y Ricard, y más allá con Luisa, Ana, Jordi
y Albert, con los que me senté después de llegar hasta el límite de nuestra
zona. Después había otro tramo acotado y unas calitas con casas de buen aspecto.
El embarcadero dividía la zona de baño. Estaba lleno de paseantes.
Me quedé parado en la orilla un
rato, desconozco si fueron unos minutos o unos breves instantes. Observé el
lago, su extensión infinita, su horizonte misterioso, las leves olas provocadas
por una brisa que para mí era inexistente. Su superficie transmitía quietud a
mi espíritu, me aislaba de las voces, del trajinar veraniego. La otra orilla
había que imaginarla, y me imaginé a un grupo de nómadas que se hubieran parado
a descansar. Imaginé que en el lago había un monstruo esquivo, pero a su modo,
cariñoso, que se prodigaba poco por no asustar a los niños, y que prefería el
anonimato de la noche. Imaginé el lugar en invierno, cubiertas las laderas de
nieve, ausente de vida humana y dando cobijo en sus orillas a los animales que
hibernaban. Sentí su pulso salvaje.
Me animé a darme un baño. El
agua estaba menos fría de lo que imaginaba, pero para un ferviente bañista del
Mediterráneo siempre estaría fría. Pasó una moto de agua desde el sector
privado. Noté que se me clavaban las piedras por lo que nadé hasta las boyas.
Allí había una zona de algas que utilizó un lugareño como camuflaje para gastar
una broma a sus dos preciosos niños rubios. Un rato después salí, me tumbé
sobre la toalla y charlé un rato con Ana y Albert.
Cenamos a las 7.30, con el
crepúsculo. El menú estaba cerrado, lo cual era una bendición para evitar ese
caos agotador que acompañaba cada comida. Sirvieron ensaladilla rusa, dos
trozos de kebab con verduras a la plancha y patatas fritas. Apañado, pero no
abundante. Con la cerveza y la charleta fue una cena agradable. A la hora de
pagar las bebidas y recolectar el dinero de cada uno me hice un lío al dar las
vueltas. El descuadre fue de 75 soms,
un euro. Poca penalización para una maniobra tan torpe.
No había mucho que hacer en la urbanización.
Tampoco buscábamos alargar demasiado la noche ya que necesitábamos un día como
ése, de campo y playa, de relax, de recuperar fuerzas. Con las chicas Encarta di
un paseo junto a la orilla y nos sentamos al borde del lago en unos sillones confortables
destinados a tomar el sol por las mañanas. Queríamos ver las estrellas, pero
unos mosquitos con entrenamiento militar nos acribillaron y nos obligaron a
desistir.
A las 9.30 estábamos en el
hotel. Leí un poco, apañé mis notas y me dejé atrapar por los brazos de Morfeo.
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