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Uzbekistán 56. La odisea del vuelo a Tashkent II.

Foto de Ana Iturrioz

Al salir de Urgench esperaba el mítico Amu Darya, ancho, solemne, como un soberano al final de su reinado. Era el responsable de que los campos estuvieran verdes. También del desierto con su ausencia.
El conductor iba a toda leche, a 130 kilómetros por hora, una velocidad no permitida. Las señales de 30 ó 40 kilómetros pasaban raudas. Eso sí, el tío debía de conocer bien la carretera ya que esquivaba los baches, el rizado del firme, en algunos casos, un oleaje de asfalto, cualquier impedimento. Más de una vez hizo unas pirulas que hubieran merecido un severo castigo. Por supuesto, se pegaba al de delante hasta casi besar el parachoques. Cuando quería escupir (ritual bastante habitual en el viaje), abría la puerta y arrojaba el esputo con fuerza. Paró en un puestecillo de la carretera, compró una botella de agua de litro y no ofreció ni preguntó si alguien quería comprar. Se la sudaba el pasaje. A quien le contrató habría que cortarle las pelotas.
Foto de Albert.
Después de una primera parte de arrozales, el puente que comunicaba las dos regiones y cierto verdor, el desierto pasó a protagonizar el paisaje, a dominarlo sin dar lugar a competencia alguna. Había zonas de dunas de arena, de tierra seca, de matojos que querían engañarnos y pensar que era posible alguna forma de vida. Por allí habían pasado las caravanas de la Ruta de la Seda, sus camellos, sus mercancías, sus comerciantes. Por allí también habían transitado los invasores que tantas veces habían cambiado el color de la historia. Me preguntaba cómo había podido surgir algún tipo de civilización en un ambiente tan inhumano. Como escribió Omar Jayyam:
Pues el hombre, en este desierto de sal,
tan sólo agonía y tristeza cosecha,
para el corazón partir presto es gozoso.
Y no haber venido al mundo, ¡qué cómodo!

El desierto parecía envolver el vehículo y amenazar con devorarlo. Penetraba su calor infernal, su ruido. Adelantábamos camiones, dejábamos cruces. Tuve la sensación de que no avanzábamos al repetirse el terreno desolado, los postes de la luz, el horizonte trazado con una sola línea tumbada. En parte, era esa imagen la que había previsto.
Los casi 160 kilómetros de Urgench a Nukus se hicieron eternos al principio. Luego, fueron devorados en unas dos horas. Me dolían las piernas y la espalda por los saltos, los baches, la agitación perpetua de aquel vehículo destartalado.
Foto de Menchu
Nukus resultó ser una ciudad sin interés, de trazado soviético, avenidas anchas y grandes edificios, mucha gente y muchos coches. Era la hora de la salida del trabajo y la gente invadía las calles en busca de transporte.
Frente al aeropuerto, una inmensa masa parecía haberse congregado para recibirnos. Era falso: eran peregrinos con destino a La Meca. Sus familiares acudían para despedirlos. Al principio parecía una manifestación de santones blancos.
Foto Ana Iturrioz
Nuestro vehículo fue el primero en llegar. Después, el que llevaba las maletas. Noté cierto alivio. El último, el de mis compañeros, a pesar de haber salido mucho antes. Venían cansados y resignados, ligeramente enfadados. Una parte del grupo recibió una inesperada recompensa: los pasaron a business.
“De la tierra nos alzamos y nos fuimos con el viento”, que escribió Omar Jayyam. Durante el vuelo les dieron de cenar y bajaron encantados. El resto estábamos caninos y deseosos de cenar, por lo que tras conseguir las maletas y subir al autobús, Vale nos llevó a un restaurante de comida rápida, aunque bastante lentos. Para pedir, nuestro guía volvió cumplir con el ritual de la traducción y de las gestiones como mediador entre el personal del restaurante y nosotros. Aquello fue eterno. Tardaron toda una vida en hacer las hamburguesas o los platos encargados y aún más las patatas fritas. La gente se iba calentando, desesperando y blasfemaba en cananeo.
Nuevamente recorrimos las calles de Tashkent pasada la medianoche.

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