Soy de los que creen
que ninguna hoja cae del
árbol
sin que haya estado
escrito
desde siempre en el Libro
del Destino.
(De Samarcanda, de Amín Maalouf).
El vuelo a Tashkent fue una
odisea agotadora. Lo programado era un vuelo Urgench-Tashkent a las 20,45 que
nos hubiera depositado en la capital a las 21,30. Sin embargo, nos encontramos
con la desagradable sorpresa de un cambio de planes: nuestro vuelo saldría de
Nukus, a casi 200 kilómetros de Jiva. Para más inri, hizo una escala de 50
minutos en Bujara, al sur, para luego remontar hasta Tashkent. Aterrizamos en
la capital a las 23,30, molidos y cabreados.
Cuando pedimos explicaciones de
este sorpresivo cambio nos comentaron que el aeropuerto de Urgench estaba en
obras. Posteriormente, tuvimos conocimiento de que también el grupo anterior
había sufrido la misma odisea odiosa. Vamos, no era una novedad de última hora.
La visita de Jiva la realizamos
con cierta urgencia, lo que provocó que fuera difícilmente asimilable el
contenido de todos los monumentos que visitamos. Eso sí, cumplieron con todo lo
programado. No pudimos hacer compras, para no entretenernos, a pesar de que la
mayoría de nosotros las había aplazado para la última ciudad, algo que, además,
aconsejaban en guías y foros.
Sobre la una cesaron las visitas
y nos fuimos a comer. La habitual lentitud causó que saliéramos a toda prisa
hacia el hotel. Este paseo fue casi una carrera de medio fondo que ponía a
prueba nuestra forma física al calorcito de más de 40° en la calle. Subimos un
instante a las murallas (sólo un pequeño grupo), uno de los elementos que nos
había cautivado tanto la anterior noche como al principio de la mañana, hicimos
unas fotos y esprintamos para alcanzar al resto del grupo.
Como todo tenía que salir mal,
el vehículo que nos había transportado se averió y tuvieron que recurrir a otro
con otro conductor. Nuevo retraso y más ansiedad para el grupo. Valejón llamó
al aeropuerto y quedaron en que nos esperarían hasta las 15,45, como una
concesión graciosa y por ser quienes éramos. No nos sobraba el tiempo. El
conductor apretó de lo lindo y creo que nadie se fijó mucho en la belleza del
paisaje entre Jiva y Urgench, que por otra parte, ya habíamos tenido el placer
de disfrutar la tarde anterior. Sin embargo, al llegar al aeropuerto de Urgench
no había transporte ni nadie que se hiciera cargo de nosotros. Nuevo mosqueo al
plácido hervor a la sombra de la tarde. El aeropuerto parecía una instalación
recién abandonada, como en una película de misterio. El misterio era si
conseguiríamos salir de allí.
Buscamos refugio a la sombra,
algo absolutamente necesario para no deshidratarnos, llegaron otros pasajeros y
Valejón se fue al interior del aeropuerto para informarse de lo que pasaba.
Pasaba el tiempo y cada vez estábamos más inquietos. No llegaba ningún vehículo
y el lugar parecía atraparnos con su suspense. Valejón se acercó hasta nosotros
y nos dijo que pasáramos al interior del aeropuerto. Lo kafkiano fue que nos
obligaron a pasar las mochilas por el escáner y a someternos al arco de
metales. Al menos el interior estaba refrigerado y dejamos de sudar. La zona de
facturación era absolutamente fantasmal.
Nuestro guía comentó que había
sitio en un primer vehículo para todos menos para uno, que iría con él en otro
coche. Me ofrecí voluntario ya que, junto con Fernando, éramos los dos únicos
que viajábamos solos. Unos minutos después subieron a un minibús que los acogió
como piojos en postura, con el equipaje dentro y sin aire acondicionado,
metidos en una lata de conservas rodante. Aquello había sido improvisado sobre
la marcha.
Peor suerte tuvimos nosotros.
Aparecieron dos turismos, uno algo más nuevo y otro completamente desvencijado.
A Vale y a mí nos tocó la tartana. En el otro se había subido muy decidido un
empresario del país, a su bola, sin consultar ni ponerse de acuerdo con nadie
para ver cómo nos distribuíamos. Se sentó junto al conductor, miró hacia
delante (de aquí no me saca nadie, debió pensar) y pasó olímpicamente del resto
de la gente. Había elegido y a los demás que les dieran morcilla. Muy solidario
por su parte. En ese vehículo subieron nuestro equipaje. Le acompañó una pareja
joven.
En el nuestro no había aire
acondicionado, por lo que fuimos todo el viaje con las ventanillas bajadas,
refrigerados con el aire hirviente del desierto y tragando polvo intensamente.
No hablamos una sola palabra en todo el recorrido. Me puse los auriculares,
aunque apenas podía escuchar nada con el ruido del aire que penetraba y
golpeaba nuestros rostros.
Continuará...
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