El siguiente personaje que se
asomaba a nuestro recorrido era una extraña mezcla de campeón de lucha, maestro
de tenería, filósofo, poeta y hombre santo, miembro de la orden sufí Khilvati. Pahlavan
Maxmud Maqbarasi nació en Jiva en 1247 y murió en 1326 ó 1322. Fue el mejor
luchador de Jorezm: ganó todas sus peleas, incluso las que tuvieron lugar en otros
países, como la India, Pakistán o Irán. Sus victorias generaron leyendas que
fueron cantadas en calles y mercados. Los luchadores iraníes le rezan antes de
iniciar sus combates.
Una de ellas cuenta que combatió
en ayuda del rey de la India y que éste quiso recompensarle con lo que pidiera.
Pahlavan pidió que se liberara a sus compatriotas que estaban encerrados en
prisión, tantos como pudieran entrar en una piel de vaca. El rey aceptó y cortó
la piel en finas tiras que unió y con las que hizo un cinturón que rodeó a esos
cautivos.
Aquel gran luchador también fue
un excelente poeta que dejó 350 poemas que se agruparon bajo el nombre de El tesoro de las verdades (Kanz ol-Haghayegh)
y que fueron traducidos del persa al uzbeko, el ruso o el inglés.
A su muerte, fue enterrado en el
patio de su taller de pieles. En 1701 se construyó un mausoleo ya que había
ganado merecida fama y se había convertido en el patrón de la ciudad. En el
siglo XIX levantaron una mezquita, una madrasa y diversas dependencias para la
beneficencia. Su mausoleo, un lugar santo, era de una extraordinaria belleza. Lo
coronaba la única cúpula turquesa de Jiva, leí en www.advantour.com. En 1959
los soviéticos cerraron la tumba y la convirtieron en el museo de la Historia
Revolucionaria, según Wikipedia.
Tanta fama alcanzó que se
convirtió en el mausoleo de los soberanos de Jiva.
Valejon pagó las entradas y le
preguntó a la taquillera si tenía billetes de 100 soms, que estaban en desuso. Había recopilado billetes para mi
colección y la de mi sobrino Jose y para mi sorpresa la señora encontró uno en
bastante buen estado. Me lo entregó y le ofrecí un billete de 1.000 soms, que rechazó con una sonrisa.
El pórtico de entrada, el pishkek, era hermoso y refinado. El
interior era espectacular, cubierto de azulejos hasta el techo, con una
iluminación tenue. En el centro, como si fuera el mihrab de una mezquita,
brillaba el cenotafio de Mohammed Rakhim, lo que había obligado a desplazar a
un lateral al santo sufí. Su tumba, en un amplio nicho, estaba adornada por
azulejos azules. Era un lugar más íntimo.
La anécdota graciosa la
protagonizó Ana, la de Sestao. Como el resto, se movió por la amplia sala bajo
la cúpula, un tanto abstraída por la hermosura del lugar, con lo que no se dio
cuenta de que un lugareño se acercaba con una gallina viva que se agitó al
llegar a su lado. Pegó un respingo y un grito y todos nos volvimos hacia ella.
Al comprobar el motivo todos nos echamos a reír.
Nuestra última visita nos llevó
hasta lo alto de un minarete desde el que disfrutamos de nuevas vistas de la
ciudad.
0 comments:
Publicar un comentario