Nos desviamos de la carretera
principal para visitar dos de las fortalezas que jalonaban el territorio del
antiguo Jorezm o Elliz Kala. Se sucedieron las huertas que luchaban contra el
desierto. Las condiciones de vida eran severas, las casuchas pobres y los
campesinos trabajaban la tierra en condiciones duras.
Entre los siglos IV a. C. y VI
d. C. se alzaron en la zona unas cincuenta fortalezas, muchas de las cuales no
han llegado a nuestros días ni han podido ser documentadas. Aquellas fortalezas
parecían plantadas aleatoriamente en la nada. En muchos casos, el vacío se
había instaurado como consecuencia del cambio del cauce de un río o simplemente
porque se había secado. La fuente de vida de esos cauces desaparecía y las
fortalezas se abandonaban. Leí que los señores de aquellos reinos construían
fortalezas al inicio de los canales de irrigación que bendecían sus tierras. El
objetivo era dominar ese recurso y evitar que otros presionaran con la sed.
Alzaban muros de ladrillo de varios metros de alto y de espesor con torres
semicirculares. Habían sobrevivido algunos de esos lienzos defensivos.
Su historia era difícil de
trazar, con lo cual la especulación, las teorías de los arqueólogos o las
leyendas trabajaban con escasos elementos para conformar unos mínimos hechos.
Estos lugares estuvieron
habitados desde hace siglos: fueron parte de la Ruta de la Seda. En estas
fortalezas se refugiaba la población de los alrededores en caso de guerra o de
cualquier tipo de peligro.
La primera fortaleza que
visitamos fue Ayaz Kala, habitada desde el siglo IV a.C., que realmente era un
complejo de tres fortalezas bautizadas con números. Su nombre significaba “fortaleza
del viento”, al estar aislada y azotada por el viento. Se alzaba sobre una
meseta con sus muros alargados. Era la excepción a un terreno mayoritariamente
plano. Mientras nos acercábamos, comprobé que había una construcción más
pequeña, en un plano más bajo y a su costado, de muros recios. Era como una
avanzada de la fortaleza principal, un castillo compacto y auxiliar. Las
montañas mostraban las huellas de la erosión y un terreno casi completamente
pelado.
Valejón nos dio la opción de
ascender la colina y visitar el interior. El calor era horroroso por lo que la
mayoría decidimos quedarnos. Solamente subieron Luisa, Jordi y Fernando, que
confirmaron que dentro no había nada. Josep comentó, con razón, que no
deberíamos perder tiempo en este lugar porque luego lo echaríamos de menos para
la visita de Jiva.
En el entorno habían instalado
un campamento de yurtas, las tiendas circulares de los nómadas del desierto.
Desde allí se dominaba toda la contornada, posiblemente con unas vistas
parecidas a las que tuviéramos desde la fortaleza. Eran las primeras yurtas que
veíamos. Una estructura de madera sostenía las tiendas circulares que estaban
cubiertas por telas, fieltro u otros tejidos según las necesidades de cada
zona. Eran habituales en toda Asia central y tuvimos que esperar hasta
Kirguistán para dormir en ellas. El interior era sencillo y confortable. El
campamento se completaba con otros servicios.
Las tres fortalezas del complejo
eran de distintas épocas. La primera databa del siglo IV a.C. y se asociaba con
el imperio Kushán. La segunda, fue construida en una época similar y fue
reconstruida por los Afrigidas entre los siglos V al VII d. C. La tercera
databa de los siglos I y II d. C. era la más grande de todas y probablemente la
más lujosa. Cuando fueron abandonadas las devoraron las arenas del desierto.
Me asomé desde el extremo del campamento.
Era un erial donde batía el viento con bastante fuerza. Una nube marcaba una
sombra sobre el terreno yermo y seco. Los matorrales, escasos, matizaban
ligeramente el color de la arena. La línea del horizonte se situaba lejos y
nada parecía interrumpir la llanura.
Javier se alejó un poco y a su
regreso comentó que había observado una serpiente, algunas arañas, un escorpión
y algunos insectos y reptiles. Un grupo de camellos sin cabalgadura se
aproximaba a la pendiente que separaba la llanura del campamento. Lo hacían
como si tuvieran curiosidad o algún interés en vernos. Alguno se acercó a las
construcciones, comió un poco, posó y se largó. La mayoría se quedaron en la
cuesta devorando el poco verde que encontraban. Otros se agruparon junto a un
corral.
En 1938, el arqueólogo soviético
Sergei P. Tolsov exploró la zona y excavó algunas de las fortalezas legándonos
el producto de su trabajo en el libro “Siguiendo las huellas de la antigua
civilización de Khorezm”, de 1948. Durante tres décadas, las excavaciones
permitieron recuperar ese legado que estaba adormecido bajo la arena. Pero,
posteriormente, nada se hizo por consolidar los restos y los muros y éstos
corrían el peligro de desmoronarse. El turismo aún no había despertado el
interés de las autoridades para implantar las medidas que salvaran este pedazo
de la historia de Asia central. Tolsov fue el descubridor de Ayaz Kala y de
Toprak Kala (o Tuppra Kala), la otra fortaleza que visitamos.
Nuevamente en movimiento
volvimos a encontrarnos con los canales, los campos, las casas salteadas y los
campesinos. La tierra uzbeka mantenía una relación de amor y odio con el agua.
La segunda fortaleza, del siglo
I ó II d. C., estaba mejor conservada y debió estar habitada hasta el siglo VI
d.C. Como la anterior, era de ladrillo, lo que obligaba a que tras la lluvia
hubiera que restaurarlas o repararlas. Sobre el montículo había quedado lo que
quizá fuera un palacio con varias estancias delimitadas más por la lluvia que
por los arqueólogos. Subimos a su punto más alto y la vista de las distintas
secciones mejoraba considerablemente. Se apreciaba el trazado de las murallas
que la rodeaban y que estaban rematadas en sus extremos por torres de vigía y,
quizá, utilizadas como torres de muerte por los zoroastrianos. Estos y los budistas
fueron sus habitantes.
La colina sobre la que se alzaba
era artificial. Observando el terreno lo extraño hubiera sido que se alzara una
colina tan aislada. Aquel esfuerzo se atribuía al rey Artav, según se deducía
de unas monedas encontradas en ese entorno. La fortaleza estuvo rodeada por
unos muros de 350 metros de ancho por 500 metros de largo, con cuarenta y cinco
torres y diez barrios que acogieron unas 2500 personas. Había muchos más
esclavos que hombres libres, según las evidencias que leí en la web de Asian
Oriental Architecture, que procedían de tablillas de madera. Los muros fueron
de una altura entre 9,5 y 11 metros que estuvieron encalados con alabastro. No
había evidencia de conquista militar o violencia, por lo que se supone que fue
abandonada.
El palacio fue un cuadrado de
unos 80 metros de lado. En su interior, de dos plantas, hubo 102 habitaciones
en la baja y un número sin determinar en la segunda planta. Valejón nos señaló
el salón del Trono y el salón de los Reyes. También hubo un salón de las Máscaras
Danzantes y un salón de los Guerreros. Acogió varios templos, entre ellos un
templo del fuego. Un depósito de agua abastecía a la población.
Desde lo alto la vista alcanzaba
otra línea de montañas bajas, ubicación de otra fortaleza. Caminamos entre los
muros y las estancias.
Salimos del entramado de campos
buscando la carretera. Junto a un amplio lago apareció otro campamento de
yurtas. El último regalo del viaje fue el paso del Amur Darya al atardecer
sobre el puente que dividía Jorezm de Karakalpastán. Nos sorprendió por su
anchura y por el reflejo del sol naranja. No muy lejos se iniciaba su delta
ramificado en varios brazos. El paisaje era de arrozales.
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