Aunque ante tus ojos
adornen el mundo,
en él no te fijes, que no
se fijan los inteligentes.
Muchos como tú se irán y
muchos vendrán.
Atrapa lo tuyo, que a ti,
ya te atraparán.
Rubai de Omar Jayyam.
La noche fue toledana. Cuando me
decidí a entrar en la habitación ya había un amago de competición de ronquidos,
aunque imperaba la timidez. Me puse los tapones y esperé un rato a que el sueño
me cautivara. Se hizo desear. Hubo un momento en que parecía la noche de
Walpurgis por la competición para imponer el dominio roncador. Uno de mis
compañeros llevaba la voz cantante y otro realizaba los coros. Los perros
estaban totalmente desmadrados, el burro, histérico perdido, y un grajo se apuntó
al desmadre. Aún así, algo dormí pero me levanté un tanto cansado. Las piernas
estaban cargadas. No estaba acostumbrado a tanta caminata.
Nos fuimos con cierta nostalgia.
El desayuno fue más silencioso de lo habitual, alguno comentó que el pan estaba
duro y que la compota de frutos desconocidos era escasa. El té o el café nos
hizo recuperarnos.
Uno de los chavales señaló mi pulsera
anti mosquitos, que era de un color verde manzana bastante cantoso pero muy
atractivo para los niños. Intenté explicarle por signos que no podía
regalársela ya que aún tenía que cumplir su función. El chaval se quedó un
tanto compungido. Revolví entre mis pertenencias y saqué una de las gorras de
mi mochila, una que llevaba la bandera española y que había viajado conmigo
desde el mundial de Sudáfrica. Vamos, había llovido bastante desde entonces y
había cumplido su ciclo. Le coloqué la gorra al chaval, que no se la quitó en
ningún momento y que exhibió con orgullo. Otro de los críos también se encaprichó
de la pulsera. A éste le regalé mi camiseta de Sydney en la que hubieran podido
entrar los tres chavales sin demasiado problema. Su madre se rio y yo le
indiqué que quizá podía ser un buen adorno para las paredes del cuarto de los
niños o le serviría a uno de ellos como camisón. Para el pequeño no había nada
pero chocamos la mano como buenos colegas.
La carretera nos pareció menos
bacheada y la tartana menos calurosa, quizá por la hora del día. Nuestra mirada
no era tan ávida como en los dos días anteriores. No nos abalanzábamos contra
las ventanas. El paisaje de aldeas y campesinos estaba en nuestra memoria y en
nuestras cámaras. Repasamos el relieve del cañón y recorrimos su tajo con la
imaginación.
El pantano estaba casi vacío. En
España hubieran saltado todas las alarmas. Sin embargo, aquí la sequía se
llevaba con deportividad o con resignación, como el destino que inexorablemente
se imponía al hombre. Aquel año había llovido poco, nos resaltó Valejon.
Habitualmente, se producían un par de lluvias torrenciales y poco más. El agua
era un lujo.
En una curva de una de las
aldeas nos sorprendió una estampa bucólica: dos jóvenes bajo una sombrilla.
Eran esbeltas, destacaban sus vestidos, el pelo lo llevaban recogido. Caminaban
de forma armónica, miraban al frente, los rostros hermosos e impertérritos.
En Shakhrisabz cambiamos de
vehículo y regresamos a nuestro hogar móvil.
Retomamos el paisaje de canales
secos, quizá en desuso. Nos cruzábamos con vehículos japoneses, algún Daewoo o
Chevrolet. En las encrucijadas se amontonaban los vehículos de transporte
colectivo. Valejón nos comentó que los conductores necesitaban un permiso
especial para llevar extranjeros. Un taxista no podía llevar a cualquier
persona en un desplazamiento largo. Muchos de esos vehículos estaban
alimentados por gas, del que Uzbekistán era un gran productor.
Regresó la planicie infinita que
se prolongaba hasta un horizonte indefinido por la ausencia de montañas.
Dominaba lo horizontal con fugas hacia la lejanía. El paisaje lo imprimían los
campos, la mayoría sembrados y verdes, algunos sin sembrar y pardos. El
conductor nos regaló un repertorio de pop uzbeko con resonancias de la India.
En ocasiones era agradable, dulce en otras y marchoso las más de las veces. Me
propuse encontrar una recopilación de música de artistas locales actuales.
El cielo estaba despejado, como
en casi todo el viaje. Era como si se hubieran olvidado de dar suelta a las
nubes para que adornaran el azul claro imperante.
En todas las carreteras uzbekas
encontrabas pequeños puestos, preferentemente a la sombra, donde vendían jugosos
melones y sabrosas sandías de un color amarillo o verde rasgado. Eran más
grandes de lo que asociábamos con esas frutas. Ya habíamos comprobado que tanto
sol, aunque hubiera regadíos, aportaba su gusto delicioso.
Me entretuve en observar el gran
plano de Uzbekistán de Javier, que marcaba con detalle las carreteras, los
ríos, los pueblos los aspectos más señeros de la geografía que atravesábamos.
Seguí la ruta con la vista, intenté hacerme una idea de por dónde íbamos y por
que carreteras.
Aunque el campo estaba menos
desarrollado que las ciudades, siempre había un kolej, un colegio, casas nuevas uniformadas, como las que se
construían en un polo de desarrollo o una colonia. Mi impresión era que el
estado era paternalista y ofrecía a los ciudadanos una buena educación pública
y obligatoria, gratuita, un hogar decente donde vivir y un trabajo que dignificaba
a la persona. Quizá era herencia del comunismo soviético.
En estos paisajes monótonos, o
que aparentaban serlo, cualquier detalle, en el que había que fijarse (por lo
que había que ir ojo avizor), cualquier elemento captaba la atención: un niño
con una vaca, un rebaño a su aire, una puerta más peculiar que otra, un muro
con algo especial -o que uno mismo lo convertía en especial para no aburrirse-,
un grupo de señoras a la sombra de los árboles, una tubería que se prolongaba
durante un rato y que había acumulado bastante óxido, niños caminando -Dios
sabe hacia dónde-, un cartel con un mensaje imposible de descifrar, una antena
enorme que rompía la horizontalidad, un canal, una casita, un chambado de paja,
una tienda más peculiar que otra, un taller mecánico, una acequia amplia y
devorada por el carrizo, pájaros volando, vacas rumiando, un restoran de carretera sin mayores lujos,
girasoles, bosquecillos o gasolineras. Y vuelta a empezar o a combinar
elementos.
En nuestro mundo los pueblos se
definían desde la carretera en torno a una torre, a una iglesia que sobresalía.
En otros ámbitos era un alminar y la cúpula de una mezquita lo que lo
anticipaba. Aquí, esos elementos no existían. O, por lo menos, nosotros no
lográbamos observarlos.
Dejé de apuntar el nombre de los
pueblos y las ciudades por los que pasábamos y que servían como referencia en
el avance.
El firme de la autovía era
bueno, apenas algunos baches. Comunicaba una de las rutas principales del país.
Realizamos una parada técnica en
una gasolinera. Lo único reseñable fue una telenovela india, al estilo de los
seriales venezolanos que nos tragábamos en nuestro país, que captaba la
atención de los parroquianos con sus galanes malvados y sus mujeres
hermosísimas. Al final, estuvimos a punto de pedir a nuestro guía que alargara
un poco más la parada para enterarnos del desenlace del capítulo.
En la reanudación, captaron
nuestra atención los camellos. Los había de dos jorobas y de una. Comían
plácidamente dispersos por el campo.
El elemento moderno lo aportó
una planta de gas. El país vendía su producción esencialmente a Rusia, que a su
vez la vendía a Europa a través de sus gasoductos. También producían petróleo,
pero en menor medida.
Avanzábamos paralelos a la
frontera con Turkmenistán y el río Amur Darya, que alimentaba aquellos campos.
Sin embargo, el paisaje era cada vez más desértico. También cambió el firme de
la carretera, que empeoró por momentos, apareciendo carteles de educación vial
para prevenir accidentes. Se sucedían guardias de policía de cartón piedra de
color verde. Con el desierto escaseaba la presencia humana.
El trayecto se nos hizo eterno.
Fueron 470 kilómetros que estaban programados en cinco horas. Cuando llevábamos
seis horas de viaje, sobre las dos de la tarde, aún faltaban 58 kilómetros.
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