A las cuatro, Ana, la de Sestao,
entró en nuestra habitación y nos preguntó si no íbamos a la excursión al cañón.
No me había enterado de la hora y tuve la impresión de que esa llamada se
producía justo en el momento en que empezaba a disfrutar de la siesta.
Realmente, había descansado unos veinte minutos, suficiente porque había sido un
sueño profundo.
Esta segunda excursión fue
bastante más suave que la de la mañana. Lo comprobamos nada más abandonar el
pueblo y tomar una cuesta descendente que iba adelantando las vistas sobre el
tajo trazado por el río entre las montañas. Las ramblas y torrenteras del
pueblo estaban inmisericordemente secas. El paisaje era hermoso, combinando la
montaña y el campo. Las casas se escalonaron y se encargaron de entretenernos
durante la media hora de la bajada hacia las pozas. El terreno se iba
agrietando según nos acercábamos al cañón. Más adelante se despeñaba de forma
violenta o se escalonaba en estratos. Nos asomamos para contemplar la zona más
profunda.
El río llevaba poca agua y los
lugareños habían creado una pequeña presa con varias piedras que embalsaban la corriente
para disfrute de todos en aquel tiempo de verano. Los lugareños chapoteaban
para combatir el intenso calor. Ese baño era un premio.
Podríamos habernos quedado
bañándonos y tomando el sol, charlando y dejando pasar la tarde. Sin embargo, el
desfiladero que se abría ante nosotros invitaba a explorarlo. Los primeros en
decidirse fueron Luisa y Jordi. Les seguimos Iluminada, Javier, Fernando y las
chicas Encarta. Internarnos por el cañón tenía un punto de aventura y me
recordó a aquellas películas en que se hacía el silencio cuando un grupo
atravesaba un lugar propicio para una emboscada.
El río bajaba alegre, como una
pequeña criatura que intentara jugar entre las piedras. Era un hilillo. En
algunos lugares se extendía un poco y reducía el camino a la mínima expresión. Parecía
imposible que aquel pequeño arroyo hubiera erosionado las rocas hasta formar
esa cicatriz en la tierra. Fuimos cambiando de una orilla a otra, caminando
sobre los cantos rodados y llevando bastante cuidado para evitar una lesión en
los tobillos.
En lo alto, las cabras
ramoneaban en lugares imposibles y provocaban la caída de algunas piedras que
dieron algún susto terrible al principio.
El cañón iba trazando curvas que
invitaban a descubrir el siguiente ámbito. Cada meandro tapaba la siguiente
etapa y producía cierta ansiedad por conocer qué nos depararía la siguiente
curva. Abrumaba con la sensación de que podía devorarnos o aplastarnos a
voluntad.
No pudimos completar todo el
recorrido. Hubiera requerido más tiempo y tampoco sabíamos muy bien si al final
del mismo podríamos subir con facilidad hasta la carretera. En un momento en
que las rocas complicaban considerablemente el avance decidimos regresar.
Nos bañamos en el agua de un
sospechoso color verde pero el calor era tremendo y las aguas frías devolvían
el ánimo.
Mientras nos bañábamos se inició
una discusión sobre cómo pronunciar el nombre de la actriz Analía Gadé, sí
tenía una prima en Sestao, como mantenía Ana, sobre los actores que se
posicionaban a favor de uno u otro gobierno, lo que ilustró Fernando respecto
de su Argentina natal.
Regresamos por la carretera.
Por supuesto, al regresar a
nuestra galería reanudamos la tertulia, la prolongamos con la cena, en la que
notamos la ausencia de la ensalada, devoramos los raviolis, alternamos las
palabras con la observación de las estrellas y continuamos hasta que el cuerpo
aguantó.
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