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Uzbekistán 36. El bazar y la noche.



Ayer vi un alfarero en el bazar
pisoteando una pieza de barro
y aquel barro a su modo decía:
como tú he sido, actúa con cuidado.

Rubai de Omar Jayyam.

Nos internamos por las callejuelas del bazar cubierto, en el oeste. A esta hora de la tarde cercana a la noche estaba muy activo. El calor era aguantable. Fuimos visitando diversos puestos y tiendas de artesanos de oficios tradicionales. Los miniaturistas habían mantenido una tradición singular, más aún tomando en consideración que los musulmanes no pueden representar la figura humana. Ese aspecto parecía claramente olvidado.

Hubiera sido un lugar ideal para realizar parte de las compras para los regalos de la familia. Sin embargo, confié en que al día siguiente habría tiempo para ello y no tendría que ir cargado con los regalos durante la noche. Craso error.

La zona estaba peatonalizada y organizada en sucesivas plazas con atractivas construcciones de diversos estilos. Abundaban los cafés donde los visitantes y los locales charlaban y descansaban arropados por el crepúsculo. Era una hora con encanto, relajante, la hora azul. Me despreocupé totalmente del trazado. Si hubiera tenido que regresar sólo me hubiera perdido.


Valejón nos llevó hasta una plaza y nos indicó varios lugares atractivos para cenar. Mis compañeros habían oído hablar muy bien del restaurante Dolon, que brindaba unas hermosas vistas sobre los tejados de la ciudad. La luz del atardecer muy avanzado nos decidió a quedarnos a cenar en el lugar después de disfrutar de esa hermosa puesta del sol.
El lugar era un poco más caro que otros días, 90.000 soms, una “fortuna” que ascendía a 10 euros, cervezas incluidas. Parte del grupo se dispersó y nos quedamos Iluminada, Sole, Javier, Ricard y Fernando, que se fue un rato después. La comida estaba estupenda y nos sentó mucho mejor al contemplar cómo las cúpulas y los minaretes se iban disolviendo en la noche mientras tomaba su relevo la iluminación artificial.


Paseamos de vuelta al hotel por callejuelas sin iluminación. Javier sacó su móvil, conectó una aplicación similar a Google Maps y nos condujo por lugares sin apenas iluminación. Pero el premio estaba en algunos monumentos que quedaban a desmano y que ofrecían sus fachadas con tímidas luces.

Nos sentamos en una de las terrazas que rodeaban el estanque de nuestra plaza en una de las camas-diván tan habituales en el país y pedimos un té. Varias familias se habían congregado para disfrutar de la noche, cenar y bailar al ritmo de un violín eléctrico y una caja de sonidos que tocaba un músico adolescente. Nos encantó ese ambiente festivo.

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