Al sur de la plaza se encontraba
el barrio judío. Había perdido su importancia pero aún retenía una parte de su
encanto. La mayoría de sus habitantes fueron emigrando a Nueva York e Israel a
lo largo del siglo XX. También a Europa y Australia. Durante décadas a lo largo
del siglo XVIII sufrieron la discriminación y se cansaron de vivir sin la
plenitud de sus derechos. El rabino Yosef Maimon, de Tánger, a finales del
siglo XVIII, les orientó hacia la práctica sefardita. Desde mediados del siglo
XIX emigraron a Israel. Los zares permitieron su culto. En el Álbum de Turkestán dejaron constancia
gráfica de las costumbres de los judíos.
De aquella comunidad de buenos
comerciantes, médicos y artesanos de la antigüedad quedaban unas 360 personas.
Llegó a aglutinar siete sinagogas (a pesar de la prohibición de construir
nuevas sinagogas del califa Omar) y conformar un buen porcentaje de la
población. Los judíos bujarianos, que así denominaban a todos los de Asia
central, hablaban un dialecto del tayiko, el bújaro. Su influencia,
lógicamente, había decrecido considerablemente. En la actualidad eran
esencialmente una curiosidad.
Los judíos se habían establecido
en Uzbekistán y en Asia central a lo largo de los siglos. Comerciantes judíos y
armenios habían ido sustituyendo a los sogdianos como intermediarios a partir
del siglo XVI. Aún quedaban en el país las juderías y los cementerios en las
ciudades de Samarcanda y en ésta de Bujara. Las oportunidades que ofrecía la Ruta
de la Seda para comerciantes y prestamistas no podían ser ignoradas por este
pueblo. Su origen se remontaba, según algunas teorías, a las tribus perdidas de
Israel, a tiempos de Ciro o al rey David. Quizá fueran los descendientes de los
cautivos de Babilonia que nunca regresaron a Israel. Es increíble que pese al
aislamiento mantuvieran sus ritos y sus tradiciones, como la música, la cocina
o sus vestimentas.
No habían entrado en una
competencia tan abierta con las otras religiones por el predominio de culto.
Leí de la conversión de un rey en tierras más al norte como un episodio
peculiar. Habían convivido, se habían adaptado, habían sobrevivido. Llegaron a
compartir espacio de culto en las mezquitas.
El barrio era un entramado de
estrechas callejuelas. Hubiera podido ser la judería de una ciudad española. Nos
asomamos a un hotel judío con un bonito patio y dos alturas con columnas y
barandillas de madera. Unos metros más allá, en la otra acera, estaba la
sinagoga que había sobrevivido al paso del tiempo. Valejón solicitó permiso
para entrar, ya que estaban celebrando el Sabbath.
Pasamos al interior y nos mostraron alguno de los libros de la Torah.
En la pared principal presidía
la menorah, el candelabro de siete brazos, dos estrellas de David y las Tablas
de la Ley. Las telas parecían recuperadas de la antigüedad con sus adornos
dorados. Sobre una mesa reposaban los libros de oraciones.
Al salir, nos pidieron con
insistencia un donativo como contraprestación por la visita.
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