Con un hambre endemoniada
entramos en la ciudad. El autobús nos dejó en una calle relativamente ancha y desde
allí Valejón nos condujo por un entramado de calles que a aquella hora del
inicio de la tarde estaban completamente vacías. Hubiera sido de locos salir a
la calle con ese calor.
Nos llevó hasta una casa
particular con un hermoso patio de dos alturas. Sin duda, sus dueños eran gente
de cierto nivel. Habían reconvertido una parte del inmueble en casa de
huéspedes. También daban comidas. Penetramos en el comedor donde nos esperaba
una mesa larga y muy bien montada, como la casa de mis abuelos hace muchas
décadas. La vajilla y la mantelería eran francamente bonitas.
Fue quizá la mejor comida en
este país. Pequeños platos ofrecían verduras aliñadas y de un sabor estupendo.
De segundo, el mejor plov que se
pueda imaginar. Y, por supuesto, cerveza y sandía de postre.
El hotel Fátima estaba en el
lugar más animado de Bujara: la plaza Lyabi-Hauz. En tayiko se traduciría por
estanque, como el que ocupaba el lugar central de la plaza. Era el corazón de
una ciudad animada, vital, en que se podía disfrutar de la vida real de los
habitantes del lugar. El conjunto estaba bien cuidado, limpio y armónico.
Sole, Ricard, Fernando y yo
aprovechamos el pequeño intermedio de la siesta para cambiar moneda. Nos
acercamos hasta el hotel Asia donde encontramos a un nutrido grupo de españoles
disfrutando del aire acondicionado. El trayecto nos permitió observar ese
extremo de la plaza, el ángulo más alejado de nuestro hotel, cerca de una
mezquita.
Nuestro hotel se organizaba en
torno a un patio acogedor con un par de rincones donde pasar un magnífico rato
si no fuera porque el sol lo calcinaba. La habitación era amplia y un poco
destartalada, ya que tenía una sola cama y el espacio que debía ocupar la
segunda estaba vacío de forma incongruente. Me di una ducha, me cambié de
camiseta y descansé unos minutos antes de iniciar la visita de la tarde.
La luz del atardecer impactaba
sobre los azulejos de la parte superior del pishkek
de la madrasa con un efecto primoroso. Ante él nos reunimos y desde allí
iniciamos nuestra visita conjunta.
En el lado más cercano a nuestro
hotel se alzaban dos madrasas, la Nadir Divanbeji, de 1620, y fácilmente
identificable por los azulejos que representaban pavos reales, el símbolo de la
realeza de los janes de Bujara, y la Nadir Divanbeji Janaka, que como su nombre
indicaba era el lugar donde se reunían los sufíes.
En torno a la primera, nos contó
Valejon una historia sobre un error en la proclamación de su terminación. Al
parecer, estaba destinada a caravasar
pero aquel error la convirtió en centro de estudio islámico. Como en este país
las leyendas y las historias se entrecruzan puede que algo de verdad hubiera en
ello. No entramos porque en su interior se iba a celebrar un concierto.
Lo que concitaba más interés
entre los lugareños era la estatua en bronce del popular místico sufí Hoja
Nasruddin, al que nos presentaron como el Sancho Panza uzbeko, que mostraba un
rostro risueño y divertido. Niños y no tan niños se encaramaban a su burro para
fotografiarse con enorme ilusión. Las aventuras del pícaro personaje, entre
real y mítico, las ofrecían en múltiples lugares de la ciudad en español, algo
bastante poco habitual. Las imágenes con que se ilustraban los textos eran
bastante divertidas. Me arrepentí de no comprar un ejemplar.
Nuestro guía nos comentó que en
el siglo VIII el río que atravesaba la ciudad modificó su curso y causó una
profunda crisis. Los gobernantes se vieron obligados a buscar alternativas y
optaron por construir una red de estanques que en la actualidad adornaban las
plazas de Bujara y le otorgaban un carácter especial. En su tiempo, la gente
del pueblo acudía a esos depósitos públicos a recoger el agua de uso doméstico.
Pero el agua almacenada que no corría provocaba enfermedades, por lo que hubo
que buscar alternativas, como una red de canales, como el que atravesaba uno de
los lados de la plaza.
Entramos en la madrasa
Kukeldash, construida por Abdullah II en 1569. Sus estancias habían sido
convertidas en tiendas, algo bastante habitual. Los azulejos estaban menos
restaurados que en otras ocasiones y los muros mostraban los ladrillos vistos.
Esta era una de las muchas madrasas que en el pasado estuvieron en
funcionamiento y que convirtieron a la ciudad en un importante centro
universitario. Aunque sólo funcionaba una en la actualidad, la ciudad seguía
concentrando unos 30.000 estudiantes de todas las materias.
Dimos un paseo en torno al
estanque. Un par de terrazas bastante populares entre los lugareños lo
rodeaban. La sombra permitía disfrutar del momento. Algunas personas
aprovechaban para pescar. Sorprendentemente, había peces en el estanque pero
nunca me hubiera atrevido a comer pescado del mismo.
En uno de los pequeños puestos
callejeros, un comerciante vendía platos típicos de cerámica. Iluminada estaba
buscando algo que le gustara. Me puse a escrutarlos con el fin de entretenerme
y echarle una mano. Para mi sorpresa, encontré unos platos con el escudo del
Real Madrid. No había de otros equipos. Era increíble la influencia o la
difusión que podía llegar a tener el fútbol.
Por aquel entorno paseaban las
familias, compraban chucherías, los niños jugaban montados en sus coches de
juguete o correteaban sin hacer demasiado ruido.
Muchas de las tiendas de la
plaza habían pasado al dominio de los vendedores de recuerdos para turistas. El
turismo había desplazado a los comercios tradicionales, lo que restaba personalidad
a la plaza. En una de ellas compré un libro de fotos (con un texto lamentable
en español) y unas monedas antiguas.
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