La extensa plaza que precedía a
las murallas del Arca era fruto de la destrucción y la remodelación. Ese
espacio vacío le daba un mayor relieve a las torres redondas y los muros
inclinados. Los bolcheviques destruyeron una parte de la fortaleza que fuera el
palacio del dirigente de turno. Sus cimientos, leí, databan del siglo V. En una
foto antigua, en blanco y negro y con el tinte sepia propio de los años, aparecía
la plaza Registán en su salsa, repleta de puestos y comerciantes, con una doble
muralla y lo que quizá era un foso, una torre y un mercado. La animación era
total. El emir podía contemplar a su pueblo desde su puesto privilegiado. Fue
también el lugar de las ejecuciones.
El origen de la fortaleza se
asociaba con una leyenda protagonizada por un príncipe persa, Siyavash, tan
inteligente como desgraciado ya que fue desterrado por su madrastra. El
príncipe se enamoró de la hija del gobernador local y éste no se opuso al
enlace, pero puso como condición, creyendo que no lo conseguiría, que
construyera un palacio que pudiera ser rodeado con la piel de un toro.
Aplicando su ingenio, cortó la misma en muy finas tiras y dentro erigió el
edificio. Debajo de la construcción actual hubo otras anteriores hasta una
profundidad de 20 metros.
En la guía, posteriormente
confirmado en otras fuentes, leí una historia que ilustraba la extravagancia y
arbitrariedad, pero también el orgullo, de estos soberanos. Corría el año 1839
y las potencias europeas se disputaban el mundo y, cómo no, Asia central, lo
que se denominó el Gran Juego. En esa
partida de ajedrez confluían los intereses contrapuestos de Rusia y Gran
Bretaña, dos potencias emergentes que sufrieron algunos reveses y humillaciones
sensibles. Quizá porque no querían comprender que estas gentes también sabían
jugar sus cartas.
El gobernador británico en la India
envió al coronel Charles Stoddard con una carta suya para informar al emir
Nasrullah Jan y obtener su apoyo en la invasión de Afganistán. El emir se
consideraba de la misma categoría que la reina Victoria, por lo que montó en
cólera. Aquel coronel comparecía sin regalos y a caballo, una impropia
violación del protocolo, por lo que lo mandó a la luctuosa cárcel del Zindón, a
la espalda de la fortaleza. “El pozo de los dichos”, por sus ratas, escorpiones
y demás asquerosos animalejos, fue su destino. Igual suerte corrió el segundo
emisario, el capitán Arthur Connolly, que fue a pedir su libertad. Para
entonces, el Jan había mandado una carta a la reina Victoria, que no había
contestado, y los británicos habían sido derrotados en Afganistán, lo cual le
envalentonó aún más. Mandó decapitarlos.
El tercer emisario fue el
religioso Joseph Wolff, que compareció con su sencillo sayal, lo que hizo
gracia al monarca. Éste, al menos, se salvó.
Esas tensiones entre grandes
potencias provocaron que en 1868 pasara a ser un protectorado ruso.
Con paso cansino y escasos bríos
nos internamos en el lugar. Las rampas nos condujeron hasta la mezquita Juma, o
del Viernes, del siglo XVII. A todos nos vino bien acogernos a su sombra. Su
pórtico con cinco columnas nos recordó al de la mezquita Bolo-Hauz. El interior
estaba en penumbra y era muy hermoso, especialmente el techo. La sala estaba dividida
por una única columna. Se exhibían algunos objetos interesantes y el mimbar. El mihrab era primoroso.
Entre estos muros desarrollaron
su labor artística y científica algunos de los personajes más relevantes de la
Edad Media islámica, como Firdusi (el autor de El Libro de los Reyes), el
médico Avicena o Ibn Siná, Rudaki, Al-Farabi u Omar Jayyam. Quizá estuvo entre
estos muros nuestro Ruy González de Clavijo, que visitó la ciudad en su regreso
tras cumplir con su embajada.
Las dependencias de la fortaleza
habían sido transformadas en museos, como el de historia natural o el
arqueológico. En este último, Fernando y yo entablamos conversación con una de
las celadoras de ojos azules y pelo rubio, muy dispuesta y encantadora. Cuando
sonrió mostró varios dientes forrados en oro, algo que ya habíamos contemplado
antes con cierta asiduidad, como si con ello quisieran demostrar cierto nivel
económico. Los dos nos quedamos pasmados. También porque nos señalaba una foto
de un antiguo yacimiento a 60 kilómetros de la ciudad, Paikend, en el que
estuvo “Alexander Makedonski”, Alejandro Magno para nosotros. Sabíamos que
había conquistado la Transoxiana, los territorios de Sogdia y Bactria, y con
esta confidencia lo situábamos más concretamente.
Ambos nos interesamos por el
mundo previo a la conquista árabe y a lo referente al zoroastrismo, una
religión que para nosotros era todo un misterio y que apareció salpicando
varios lugares del recorrido, lo cual nos permitió recopilar información sobre
ella. Su prolongación en el tiempo eran los parsis de la India. De lo que no parecía
quedar rastro alguno era sobre la religión mitraica, que siempre creí era
originaria de Persia y que tuvo adeptos por estos pagos aunque tuvo sus mayores
adeptos en los soldados romanos.
No reunimos con el grupo en el
patio de las recepciones o del trono. La sala abierta o iwan, en donde se sentaba el soberano con su corte, tenía una
estructura similar a la de los pórticos de las últimas mezquitas que habíamos
contemplado. Allí recibía el emir a sus súbditos, que podían acudir los días
señalados para plantear sus peticiones o quejas o solicitar justicia. Para
ello, había que pasar los filtros burocráticos correspondientes y pagar una
cantidad a modo de tasa. Para las personalidades o los nobles había otro lugar
de recepciones.
Como recuerdo de aquella época
había un trono, vestimentas varias y alguna arma antigua, lo que nos animó, a
Fernando y a mí, a disfrazarnos y posar en posturas regias. Desde el fondo, nos
frieron a fotografías los compañeros y algún que otro turista, que dios sabe
qué pensó sobre nosotros. No hay nada como hacer el ganso.
0 comments:
Publicar un comentario