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Uzbekistán 42. Bujara. La fortaleza del Arca.


La extensa plaza que precedía a las murallas del Arca era fruto de la destrucción y la remodelación. Ese espacio vacío le daba un mayor relieve a las torres redondas y los muros inclinados. Los bolcheviques destruyeron una parte de la fortaleza que fuera el palacio del dirigente de turno. Sus cimientos, leí, databan del siglo V. En una foto antigua, en blanco y negro y con el tinte sepia propio de los años, aparecía la plaza Registán en su salsa, repleta de puestos y comerciantes, con una doble muralla y lo que quizá era un foso, una torre y un mercado. La animación era total. El emir podía contemplar a su pueblo desde su puesto privilegiado. Fue también el lugar de las ejecuciones.

El origen de la fortaleza se asociaba con una leyenda protagonizada por un príncipe persa, Siyavash, tan inteligente como desgraciado ya que fue desterrado por su madrastra. El príncipe se enamoró de la hija del gobernador local y éste no se opuso al enlace, pero puso como condición, creyendo que no lo conseguiría, que construyera un palacio que pudiera ser rodeado con la piel de un toro. Aplicando su ingenio, cortó la misma en muy finas tiras y dentro erigió el edificio. Debajo de la construcción actual hubo otras anteriores hasta una profundidad de 20 metros.

En la guía, posteriormente confirmado en otras fuentes, leí una historia que ilustraba la extravagancia y arbitrariedad, pero también el orgullo, de estos soberanos. Corría el año 1839 y las potencias europeas se disputaban el mundo y, cómo no, Asia central, lo que se denominó el Gran Juego. En esa partida de ajedrez confluían los intereses contrapuestos de Rusia y Gran Bretaña, dos potencias emergentes que sufrieron algunos reveses y humillaciones sensibles. Quizá porque no querían comprender que estas gentes también sabían jugar sus cartas.

El gobernador británico en la India envió al coronel Charles Stoddard con una carta suya para informar al emir Nasrullah Jan y obtener su apoyo en la invasión de Afganistán. El emir se consideraba de la misma categoría que la reina Victoria, por lo que montó en cólera. Aquel coronel comparecía sin regalos y a caballo, una impropia violación del protocolo, por lo que lo mandó a la luctuosa cárcel del Zindón, a la espalda de la fortaleza. “El pozo de los dichos”, por sus ratas, escorpiones y demás asquerosos animalejos, fue su destino. Igual suerte corrió el segundo emisario, el capitán Arthur Connolly, que fue a pedir su libertad. Para entonces, el Jan había mandado una carta a la reina Victoria, que no había contestado, y los británicos habían sido derrotados en Afganistán, lo cual le envalentonó aún más. Mandó decapitarlos.
El tercer emisario fue el religioso Joseph Wolff, que compareció con su sencillo sayal, lo que hizo gracia al monarca. Éste, al menos, se salvó.
Esas tensiones entre grandes potencias provocaron que en 1868 pasara a ser un protectorado ruso.

Con paso cansino y escasos bríos nos internamos en el lugar. Las rampas nos condujeron hasta la mezquita Juma, o del Viernes, del siglo XVII. A todos nos vino bien acogernos a su sombra. Su pórtico con cinco columnas nos recordó al de la mezquita Bolo-Hauz. El interior estaba en penumbra y era muy hermoso, especialmente el techo. La sala estaba dividida por una única columna. Se exhibían algunos objetos interesantes y el mimbar. El mihrab era primoroso.

Entre estos muros desarrollaron su labor artística y científica algunos de los personajes más relevantes de la Edad Media islámica, como Firdusi (el autor de El Libro de los Reyes), el médico Avicena o Ibn Siná, Rudaki, Al-Farabi u Omar Jayyam. Quizá estuvo entre estos muros nuestro Ruy González de Clavijo, que visitó la ciudad en su regreso tras cumplir con su embajada.

Las dependencias de la fortaleza habían sido transformadas en museos, como el de historia natural o el arqueológico. En este último, Fernando y yo entablamos conversación con una de las celadoras de ojos azules y pelo rubio, muy dispuesta y encantadora. Cuando sonrió mostró varios dientes forrados en oro, algo que ya habíamos contemplado antes con cierta asiduidad, como si con ello quisieran demostrar cierto nivel económico. Los dos nos quedamos pasmados. También porque nos señalaba una foto de un antiguo yacimiento a 60 kilómetros de la ciudad, Paikend, en el que estuvo “Alexander Makedonski”, Alejandro Magno para nosotros. Sabíamos que había conquistado la Transoxiana, los territorios de Sogdia y Bactria, y con esta confidencia lo situábamos más concretamente.


Ambos nos interesamos por el mundo previo a la conquista árabe y a lo referente al zoroastrismo, una religión que para nosotros era todo un misterio y que apareció salpicando varios lugares del recorrido, lo cual nos permitió recopilar información sobre ella. Su prolongación en el tiempo eran los parsis de la India. De lo que no parecía quedar rastro alguno era sobre la religión mitraica, que siempre creí era originaria de Persia y que tuvo adeptos por estos pagos aunque tuvo sus mayores adeptos en los soldados romanos.
No reunimos con el grupo en el patio de las recepciones o del trono. La sala abierta o iwan, en donde se sentaba el soberano con su corte, tenía una estructura similar a la de los pórticos de las últimas mezquitas que habíamos contemplado. Allí recibía el emir a sus súbditos, que podían acudir los días señalados para plantear sus peticiones o quejas o solicitar justicia. Para ello, había que pasar los filtros burocráticos correspondientes y pagar una cantidad a modo de tasa. Para las personalidades o los nobles había otro lugar de recepciones.

Como recuerdo de aquella época había un trono, vestimentas varias y alguna arma antigua, lo que nos animó, a Fernando y a mí, a disfrazarnos y posar en posturas regias. Desde el fondo, nos frieron a fotografías los compañeros y algún que otro turista, que dios sabe qué pensó sobre nosotros. No hay nada como hacer el ganso.

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