Bujara siempre había mantenido
una relación de competencia y colaboración con Samarcanda. Ambas fueron
ciudades esenciales para las sucesivas dinastías, que se habían decantado por
instalar la capital en una u otra, muchas veces por sustituir la cabecera del
poder de la dinastía que reemplazaban. Me recordaba un poco la relación entre
Madrid y Barcelona, enfrentadas para ciertos aspectos pero complementarias en
muchos más y con un cordón umbilical que las obligaba a remar juntas para no
perjudicarse.
Esta ciudad era más compacta y
prácticamente todos sus monumentos importantes podían ser visitados caminando,
a pesar del ciego sol. Ofrecía el atractivo de ser una ciudad animada, con muchas
tiendas y puestos, con los bazares tradicionales, ideales para las compras.
Entre una u otra visita encontrabas el correspondiente a un centro comercial o
un parque donde se mostraban unas peculiares cunas para niños o diversas artesanías
entre sofisticadas y divertidas. La ciudad nos gustó a todos y todos hubiéramos
prolongado una o dos jornadas más para hacerle los honores con calma.
Cuando una ciudad ha disfrutado
el poder político y económico lo ha mostrado con construcciones. Aquí, además,
quedaban huellas de antes de los destructores Gengis Kan y Tamerlán, de samánidas
y karajánidas. Se prolongaba en los siglos XVI al XIX, la época del emirato,
con buenas muestras en décadas posteriores, hasta que en 1920 se eclipsó ese
poder local. La historia se mostraba en ladrillos y azulejos, y en un subsuelo
que ocultaba mucho que investigar. Los conjuntos arquitectónicos agrupaban
varias épocas en un mismo lugar.
Desde la fortaleza caminamos por
una amplia avenida en obras hacia dos pórticos y varias cúpulas que se elevaban
con orgullo a unos cientos de metros.
El nombre de Arslan Jan, de la
dinastía karajánida, volvía a aparecer asociado con nuestro avance por la
ciudad. En la primera mitad del siglo XII, hacia 1127, erigió un complejo
religioso en un lugar donde hubo un templo del fuego zoroastriano y donde desde
la conquista árabe acogió diversas construcciones islámicas. Esas
construcciones habían sufrido las iras de los invasores en sucesivas oleadas.
De aquel primer complejo
conocido, solamente ha llegado a nuestros días el minarete Kalon, también
denominado torre de la muerte ya que desde ella eran arrojados los condenados. En
origen tuvo 47 metros y 10 metros de cimiento. Parece que tenía fines
decorativos, para exhibir el poder del soberano. No era normal un alminar tan
alto. Su arquitecto, Bako, le dotó de una escalera de caracol para ascender a
lo más alto. Dicen que Gengis Kan quedó tan impresionado al contemplarlo que no
lo destruyó, como habitualmente realizaba con toda edificación significativa
con la que se encontraba. Según nos comentaron, fue el primer monumento donde
se utilizaron los azulejos azules que luego se generalizaron en toda la región.
En la plaza se enfrentaban la
mezquita Kalon y la madrasa Mir-i-Arab. Ésta fue financiada con la venta de
tres mil esclavos capturados en las campañas de Ubaidullah en la guerra contra
los persas. Se adscribió al mentor espiritual de los primeros shaibanidas, el
jeque Abdullah Yamani, de Yemen.
La fachada que daba a la plaza
era monumental, cubierta de azulejos, las cúpulas azules sobresaliendo por
encima de la estructura principal. Los azulejos brillaban con la luz de la
tarde.
No entramos en la madrasa. Lo
hicimos en la mezquita, que nos pareció espectacular. También era del siglo XVI.
La anterior fue destruida por Gengis Kan que al verla tan lujosa la confundió
con un palacio. Tenía las mismas dimensiones que la mezquita de Bibi Khanum en
Samarcanda.
Después del pórtico se abría un
patio enorme con dos galerías cubiertas por 288 cúpulas sobre 208 pilares
macizos. Destilaba serenidad. Al fondo, la sala principal y el templete de la
fuente de las abluciones. Paseamos por el patio un buen rato.
Un poco más alejada estaba la
madrasa de Ulug Beg, el Sultán Astrónomo.
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