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Uzbekistán 43. Bujara. El complejo Poi Kalon y la madrasa Mir -i-Arab



Bujara siempre había mantenido una relación de competencia y colaboración con Samarcanda. Ambas fueron ciudades esenciales para las sucesivas dinastías, que se habían decantado por instalar la capital en una u otra, muchas veces por sustituir la cabecera del poder de la dinastía que reemplazaban. Me recordaba un poco la relación entre Madrid y Barcelona, enfrentadas para ciertos aspectos pero complementarias en muchos más y con un cordón umbilical que las obligaba a remar juntas para no perjudicarse.

Esta ciudad era más compacta y prácticamente todos sus monumentos importantes podían ser visitados caminando, a pesar del ciego sol. Ofrecía el atractivo de ser una ciudad animada, con muchas tiendas y puestos, con los bazares tradicionales, ideales para las compras. Entre una u otra visita encontrabas el correspondiente a un centro comercial o un parque donde se mostraban unas peculiares cunas para niños o diversas artesanías entre sofisticadas y divertidas. La ciudad nos gustó a todos y todos hubiéramos prolongado una o dos jornadas más para hacerle los honores con calma.

Cuando una ciudad ha disfrutado el poder político y económico lo ha mostrado con construcciones. Aquí, además, quedaban huellas de antes de los destructores Gengis Kan y Tamerlán, de samánidas y karajánidas. Se prolongaba en los siglos XVI al XIX, la época del emirato, con buenas muestras en décadas posteriores, hasta que en 1920 se eclipsó ese poder local. La historia se mostraba en ladrillos y azulejos, y en un subsuelo que ocultaba mucho que investigar. Los conjuntos arquitectónicos agrupaban varias épocas en un mismo lugar.

Desde la fortaleza caminamos por una amplia avenida en obras hacia dos pórticos y varias cúpulas que se elevaban con orgullo a unos cientos de metros.
El nombre de Arslan Jan, de la dinastía karajánida, volvía a aparecer asociado con nuestro avance por la ciudad. En la primera mitad del siglo XII, hacia 1127, erigió un complejo religioso en un lugar donde hubo un templo del fuego zoroastriano y donde desde la conquista árabe acogió diversas construcciones islámicas. Esas construcciones habían sufrido las iras de los invasores en sucesivas oleadas.

De aquel primer complejo conocido, solamente ha llegado a nuestros días el minarete Kalon, también denominado torre de la muerte ya que desde ella eran arrojados los condenados. En origen tuvo 47 metros y 10 metros de cimiento. Parece que tenía fines decorativos, para exhibir el poder del soberano. No era normal un alminar tan alto. Su arquitecto, Bako, le dotó de una escalera de caracol para ascender a lo más alto. Dicen que Gengis Kan quedó tan impresionado al contemplarlo que no lo destruyó, como habitualmente realizaba con toda edificación significativa con la que se encontraba. Según nos comentaron, fue el primer monumento donde se utilizaron los azulejos azules que luego se generalizaron en toda la región.

En la plaza se enfrentaban la mezquita Kalon y la madrasa Mir-i-Arab. Ésta fue financiada con la venta de tres mil esclavos capturados en las campañas de Ubaidullah en la guerra contra los persas. Se adscribió al mentor espiritual de los primeros shaibanidas, el jeque Abdullah Yamani, de Yemen.

La fachada que daba a la plaza era monumental, cubierta de azulejos, las cúpulas azules sobresaliendo por encima de la estructura principal. Los azulejos brillaban con la luz de la tarde.

No entramos en la madrasa. Lo hicimos en la mezquita, que nos pareció espectacular. También era del siglo XVI. La anterior fue destruida por Gengis Kan que al verla tan lujosa la confundió con un palacio. Tenía las mismas dimensiones que la mezquita de Bibi Khanum en Samarcanda.

Después del pórtico se abría un patio enorme con dos galerías cubiertas por 288 cúpulas sobre 208 pilares macizos. Destilaba serenidad. Al fondo, la sala principal y el templete de la fuente de las abluciones. Paseamos por el patio un buen rato.
Un poco más alejada estaba la madrasa de Ulug Beg, el Sultán Astrónomo.


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