El mercado estaba a unos pasos
de la fuente de Ayub. Las camionetas de reparto estaban aparcadas junto a sus
muros. Disfrutamos del color de las frutas y las verduras, de las especias y de
los productos cotidianos, de las sonrisas de los vendedores y del ajetreo de
las compras.
Comimos en un restaurante al
aire libre dominado por los lugareños. Creo que no fue una buena idea ya que el
calor a esa hora del mediodía era insoportable. El aire era pesado,
irrespirable, aunque a veces se movía una ligerísima brisa. Tomamos sopa, cómo
no, y plov. La cerveza no estaba
demasiado fría y se puso caldorra muy rápido. Con la exasperante lentitud
local, me la bebí mucho antes de que trajeran la comida, lo cual me dio un puntillo
gracioso durante la espera.
Un poco más lejos sobresalía un
antiguo depósito de metal, un ingenio que había sustituido a las soluciones más
tradicionales para el abastecimiento de aguas. Desde allí las vistas debían ser
fantásticas.
La tarde nos condujo hasta los
edificios que representaban los núcleos de poder del janato, tanto en lo
religioso como en lo político y económico. La riqueza de la Ruta de la Seda se
transformaba en piedra, su espiritualidad en hermosas mezquitas y el resultado
del comercio en palacios y madrasas. En un espacio que podía ser recorrido a
pie se abarcaba una parte importante de la historia de Bujara.
El restaurante estaba en la
misma plaza de la mezquita Bolo-Hauz, la mezquita del Viernes, la que era
utilizada por el emir para sus rezos y las coronaciones. Carecía del elemento
vertical del pishkek, que en este
caso lo sustituía un hermoso pórtico de veinte columnas de madera en dos filas que
estilizaban la sala abierta del iwan.
Las columnas terminaban en capiteles en forma de panal. El techo era de
casetones bien trabajados que mantenían parcialmente los colores originales.
Este conjunto del techo era magnífico y nos mantuvo pendientes de sus adornos
durante un buen rato.
Pero había que alejarse un poco,
hasta el otro lado del estanque, para contemplar en todo su vigor el pórtico.
Desde allí comprobabas la combinación de sofisticación y majestuosidad, su
armonía, que se reflejaba en las aguas del estanque. A un costado quedaba el
alminar, de reducidas proporciones en relación con el resto del conjunto.
El portal estaba decorado con
azulejos con diversos motivos. Las alas laterales eran de ladrillo visto. Allí
trabajaban el metal un par de artesanos que mostraban con orgullo sus
certificados y algunas informaciones aparecidas en periódicos extranjeros.
La sala de los rezos no era muy
grande. Del blanco techo descendía una enorme araña de cristal. El blanco
general alternaba con el azul del mihrab y
con una cenefa con inscripciones cúficas. Sólo había dos personas entregadas a
sus oraciones.
Desde luego, una obra digna de un
soberano.
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