Tomamos el autobús y nos
dirigimos al centro. Nos dejó frente a la fortaleza del Arca, aunque su visita
quedó para la tarde. También se aplazó para ese momento la visita a la mezquita
principal, Bolo Hauz, del siglo XVIII, que sirvió como templo oficial para las
oraciones del emir y donde era coronado, según nos comentaron. Cerca quedaba
otra mezquita, Hoja Zaynidin, del siglo XVI y hermoso pórtico.
Atravesamos el parque Samani
(antiguamente, parque Kirov) que recibía su nombre del fundador de la dinastía
Samánida, Ismail Samani. El parque era enorme, muy popular entre los lugareños,
especialmente de los más pequeños, ya que acogía el parque de atracciones. El
parque ocupaba el lugar de un antiguo cementerio. En uno de sus extremos
estaban las madrasas de Abdulá Jan y Modari Jan.
El mausoleo de Ismail Samani,
del siglo X, era la construcción islámica más antigua de Asia central. No era
tan majestuoso o lujoso como otros que habíamos contemplado: no estaba
recubierto de azulejos. Era un morabito cúbico cubierto por una cúpula, de
ladrillo visto. La ortodoxia suní prohibía la construcción de mausoleos en los
lugares de enterramiento, por lo que supondría una excepción que posteriormente
se consolidaría. La decoración, sencilla y atractiva, utilizaba de forma
inteligente los propios ladrillos y sus sombras. Las cuatro fachadas, que eran
iguales, estaban profusamente decoradas con motivos zoroastrianos de los
templos de fuego. En aquella época aún estaba muy extendida esta religión. Allí
estaban enterrados el fundador, su padre y su nieto. Era considerado un
santuario por la población local.
Resistió la invasión y la
destrucción de Gengis Kan por una sencilla razón: quedó enterrado por el lodo
de las inundaciones. Fue descubierto en 1934 por el arqueólogo soviético V. A.
Shishkin. Dos años después había concluido la excavación.
La dinastía Samánida, de origen
persa, se anexionó la ciudad en el año 850 y la convirtió en su capital. En su
época de máximo apogeo llegaron a dominar el este de Persia, Turkmenistán,
Uzbekistán, Afganistán, Tayikistán, Kirguistán, el oeste de Pakistán y una
parte de Kazajastán. Balj fue otra de sus capitales.
A principios del siglo IX, el
gobernador de Jorasán entregó a los nietos de un noble de su confianza varias
ciudades para que las gobernaran. Las tribus turcas de las estepas obligaban a
los gobernantes de Asia central a luchar contra ellas. No obtenían grandes
botines pero sí esclavos, parte de los cuales pasaban a engrosar el ejército
califal. Fueron ganando autonomía hasta obtener la independencia. Su tiempo
estuvo plagado de luchas internas entre los miembros de la familia, de eliminación
de parientes, conspiraciones y luchas por arrebatar los territorios al vecino.
A pesar de ello, floreció el comercio y esa vitalidad mercantil llevó consigo
el mecenazgo artístico y la construcción de madrasas para extender la fe del
islam suní. Pocas décadas antes de subir al poder aún permanecían en aquellos
territorios la religión de las estepas o las doctrinas de Zoroastro. De las
torres de esta religión tomó algunos de sus rasgos la tumba.
Nos sentamos para contemplar su
interior, recibir las explicaciones y observar a algunas mujeres que se
acercaban para rezar o buscar un momento de interioridad personal. La cúpula se
apoyaba en cuatro arcos, una fórmula que fue repetida posteriormente en otras
construcciones. Me gustó su espiritualidad sencilla y auténtica: era la obra de
un servidor de Dios. Paseé la vista por los muros y sus motivos decorativos. La
tradición marcaba que había que dar tres vueltas al mausoleo.
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