Las visitas de aquella mañana
comenzaron con un desplazamiento a las afueras de la ciudad, a 5 kilómetros en
dirección norte, hacia Samarcanda y la estación de autobuses. Nuestro destino
era el palacio de verano del emir, Sitorai Makhi Khosa, que se traducía con el
sugerente nombre del Jardín de la Luna y las Estrellas. Sitorai fue el nombre
de la esposa del emir Akhad Jan, que desgraciadamente murió joven. Esta fue la
última residencia del emir con el que concluyó la dinastía, Alim Jan, que
mantuvo la independencia del janato hasta 1920. El palacio se construyó sobre
otro anterior que a mediados del siglo XIX construyó el emir Nasrullah Jan.
Dicen que se utilizó un peculiar método para elegir el lugar: pieles de
cordero. En el lugar en que tardaron más tiempo en pudrirse se supuso que sería
el lugar más fresco.
Toda la tranquilidad que se respiraba
en aquella mañana de sábado en el centro histórico contrastaba con el ajetreo
del tráfico a tan temprana hora. La estación de autobuses estaba atestada de
personas en busca de su destino. Parecía como si la población de la ciudad se
hubiera puesto de acuerdo para salir de ella y convertirse en extras para la
escena de ese breve tránsito hasta el palacio.
El autobús paró ante una vistosa
puerta. Nos apeamos, pagamos religiosamente nuestra tasa para fotografiar
–5.000 soms- y estudiamos brevemente
el plano del palacio y los jardines. El recinto era bastante grande.
Cuando los reinos se aprestan a
morir suelen cometer extravagancias con las que demostrar que aún están vivos y
siguen siendo poderosos. El janato tenía los días contados pero se aventuró a
iniciar esa prometedora edificación. Es curioso que fueran arquitectos educados
en Rusia y dos ingenieros rusos los que construyeron el palacio y le dieron ese
sabor entre europeo e islámico, entre oriental y occidental que presentaba. Ironías
de la vida: aquellos señores serían sustituidos poco tiempo después, primero
sometidos al protectorado ruso y posteriormente absorbidos por el mundo
bolchevique.
Después de la puerta se
extendían dos patios sombreados, el patio exterior y el interior. El paseo bajo
el emparrado plagado de pequeñas uvas fue muy reconfortante ya que la sombra
era una bendición. El día fue especialmente tórrido. Por el jardín se movían en
libertad varios pavos reales. Nos gustó caminar a nuestro aire durante un rato
por aquel espacio abierto.
La decoración fue obra de
artesanos locales dirigidos por un eminente artista al que habían dedicado una
escultura en los jardines. Parece ser, como nos comentó Valejon, que dos de los
principales artesanos fueron judíos, y que por eso aparecían algunos signos de
esta religión en los muros del palacio, como la estrella de David. Cada vez que
detectábamos uno de ellos, como en un juego, lo compartíamos con el resto.
El palacio había sido
reconvertido en museos que ocupaban parcialmente las estancias y que exhibían
una parte importante de los objetos que pertenecieron a la corte del Jan, como
cerámicas, trajes, tejidos, armas, fotos antiguas que ilustraban aquellos
últimos estertores de feudalismo oriental. Algunas piezas eran interesantes y
el número de las que mostraban no llegó a cansarnos. Nos llamaron la atención
las arañas con lágrimas de cristal, que a algunos nos recordaban a las lámparas
de casa de nuestros abuelos. También las estufas, recubiertas de cerámica
brillante, como en los palacios de Europa central. Estaba claro que, en
contraste con el calor del verano, los inviernos debían ser especialmente
duros. Las celadoras dormitaban aburridas.
El primer museo se encontraba en
las estancias que denominaban Gran Recepción. Realmente eran dos construcciones,
una abierta y barroca, de inspiración islámica, y otra con las trazas de un
edificio convencional más europeo. Las separaba un patio con una fuente seca.
No tuve tiempo de leer en los carteles los diferentes usos que tuvo en su
momento.
En el edificio de corte europeo
se encontraban varios salones para recepciones, los apartamentos privados del
emir y el espléndido salón Blanco, el del trono. Combinaba estuco coloreado
sobre un fondo de espejos, obra del famoso maestro decorador local de usto Shirin Muradov. Los diseños eran
elegantes y relajantes. Se dice que las salas de espera, donde podían estar
horas los que habían pedido audiencia, se decoraron con primor para que éstos se
entretuvieran observando los magníficos diseños en ganch. Los espejos venecianos y japoneses podían repetir
incesantemente la imagen del visitante varias veces. Los cristales de colores
filtraban una luz peculiar.
En la sala de té exhibían parte
de la colección de cerámica china y japonesa. La estancia era de muros móviles,
aunque sólo se ha conservado uno de ellos. Leí que el emir siempre comía con un
recipiente que cambiaba de color siempre si la comida estaba envenenada. Quien
le hiciera el regalo debió ganar su favor.
Me entretuve ante varias
fotografías de los emires cargados de condecoraciones sobre vestimentas
bastante occidentales y con vistosos turbantes. En otras, quizá fueran miembros
de su familia con pesados ropajes tradicionales. También había escenas
cotidianas.
Como en otros monumentos del
país, había vendedores de artesanías desperdigados por todo el entorno. El más
llamativo era un miniaturista con unas obras tradicionales que representaban
escenas del Libro de los Reyes, de
Firdusi, caravanas de la Ruta de la Seda y otras escenas costumbristas. Las
acuarelas eran excelentes. Durante todo el viaje me arrepentí de no haber
comprado algo a aquel excelente artista. Los árboles de la vida estaban a buen
precio.
Poco más allá estaba un vendedor
de joyas. Parecía un chaval californiano con su pelo entre rubio y pelirrojo,
su gorra yanqui y su camiseta y sus bermudas desenfadadas. Hablaba un excelente
inglés, pero no me imaginaba que le hubieran dado permiso a un norteamericano
para que vendiera sus creaciones. Eran diseños clásicos, algo grandes para mi
gusto, muy bonitos. Le comenté que quizá un día se sorprendiera de verlos en
alguna revista comercializados por alguna gran marca.
Más al fondo estaba el harén. Cerraba
la vista un horroroso edificio soviético que intérprete como un deseo de romper
la armonía y demostrar un excelente mal gusto. Estaba bastante deteriorado, por
lo cual mis esperanzas se cifraban en que se cayera algún día y devolviera la
estética a aquel lugar.
El edificio del harén era,
nuevamente, europeo y se asomaba a un estanque donde se bañaban las esposas y
concubinas del monarca. El harén era una sana costumbre de estos soberanos
musulmanes que hoy daría motivos, con razón, para una revolución feminista. Lo
divertido era cómo seleccionaba el emir a la que dormiría cada noche con él. El
soberano lanzaba una manzana y quien la cogiera tendría ese privilegio. Después
de esa explicación de Valejon empezaron las especulaciones jocosas: que si
apuntaba mal, que si había alguna concubina especialmente dotada para el “deporte
manzanil” y otras versiones que también el lector se puede imaginar. No había
testimonios gráficos de ese ritual previo al apareamiento.
Más curioso era el segundo
edificio frente al blanco y europeo de trazas clásicas que parecía un faro. No
supimos si era desde donde se lanzaban las manzanas, desde donde controlaban
los eunucos o si tenía alguna otra aplicación práctica. Quizá era un minarete.
Recorrimos el museo con
curiosidad. Algunas de las habitaciones aún reflejaban como vivían las mujeres
del emir: parasoles, camas de hierro, alfombras o tapices adornaban las
estancias.
0 comments:
Publicar un comentario