Cuenta una leyenda que Ayub, o
Job, un adinerado hombre de Hebrón, fue puesto a prueba por Alá para comprobar
su fe. Le mandó a Satán y éste le cubrió de miseria, dolor y sufrimiento,
dejando su piel irreconocible. A pesar de ello, mantuvo su fe y la esperanza de
que su Dios se apiadaría de él. Así fue: al escuchar sus plegarias le mandó al
arcángel Gabriel, que le instó a que golpeara el suelo con su pie. De ese lugar
nació un manantial con poderes curativos. Esa fama curativa se prolongó hasta
nuestros días.
Desde el exterior, la
edificación, con su torre cilíndrica coronada por un cono, aparentaba ser un
mausoleo. Sin embargo, era un buen ejemplo de construcción erigida sobre un
lugar legendario. Posiblemente el manantial tenía fama de milagrero desde los
orígenes de la ciudad y los musulmanes lo heredaron e islamizaron aquella
tradición.
Se componía de tres zonas de
tres épocas diferentes y tres dinastías. La que estaba más al fondo, hacia el
oeste, fue construida entre los siglos XI y XII. Quizá se debía al soberano de
la dinastía karajánida Arslan Jan, según un panel informativo. En esa parte se
encontraba una pequeña mezquita y el pozo sagrado. Para facilitar el ritual de
la bebida se había instalado un mueble de madera con tres grifos. Varias
mujeres guardaban turno.
La segunda, la central,
probablemente fue una restauración o ampliación en tiempos de Tamerlán, en el
siglo XIV. En la actualidad, estaba ocupada por una exposición sobre el agua.
La tercera, del siglo XVI, de tiempos de la dinastía shaibánida, era la parte
oriental y la entrada.
Un mapa ilustraba las tierras
que irrigaban las aguas de dos ríos, el Zarafshan y el Kashkadarya. El primero
se traduciría como “rociador de oro”, lo que daba una idea de su importancia.
Wikipedia indicaba que debido a las tomas de agua en su curso ya no desembocaba
en el Amu Darya, del que era afluente.
Esos ríos habían producido el
milagro de los campos, oasis y ciudades de esta zona desde tiempos ancestrales.
Sin ellos, el desierto hubiera extendido su manto de vacío. Desde hacía siglos
se habían buscado soluciones ingeniosas para el abastecimiento, como los
estanques que habíamos observado en nuestros desplazamientos por la ciudad. Un
panel mostraba los que aún se conservaban a principios del siglo XX. Otro, los hammam o casas de baños.
El verdadero drama lo ilustraban
con la práctica desaparición del mar de Aral, entre Uzbekistán y Kazajastán. Se
trataba de uno de los atentados ecológicos más brutales en las últimas décadas.
Los regadíos masivos para
cultivar algodón durante la etapa soviética habían causado esa catástrofe. En
1960, el mar ocupaba una superficie de 68.900 m². En 2017, se había reducido a
8.600 m², con unos tímidos restos al norte y al oeste. La vista satélite era
desoladora. En una fotografía aparecían varios barcos de la antigua flota
pesquera varados en mitad del desierto. A su sombra, descansaban los camellos.
La salinidad del suelo convertía en improductivas esas tierras.
En un documental que nos
pusieron en el autobús unos días antes se mostraba cómo los dos grandes ríos
que lo alimentaban desembocaban en medio del desierto. Ya no arrastraban
suficiente corriente como para abrirse paso entre la arena del terreno. La
ciudad portuaria de Moynaq estaba casi a 200 kilómetros del extinguido mar.
Los que pudieron, emigraron. Los
mayores se negaban a abandonar sus tierras ancestrales, el lugar donde estaban
enterrados sus antepasados, sus casas, sus raíces. Preferían dejarse morir. Hubo
un tiempo en que aún buscaron soluciones, como los trasvases desde las cuencas
siberianas. Pero la desmembración de la URSS dio la puntilla a cualquier
esfuerzo coordinado.
La estupidez humana se reflejaba
en el mar de Aral. Ojalá regresara Ayub.
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