Pues la vida llega a un
fin, dulce o amargo,
cuando se llena la
medida, sea en Bagdad o en Balj,
bebe, que partidos tú y
yo, la luna seguirá su curso
del final al principio,
del principio al final.
Rubai de Omar Jayyam.
Cuenta una leyenda que Qusam Ibn
Abbas, primo del profeta Mahoma y uno de los impulsores de la difusión del
islam en Asia central, en el siglo VII, tomó su cabeza en sus manos y, dirigido
por el profeta Khizr, descendió a un pozo donde residió eternamente en un
palacio subterráneo como un rey vivo.
Puede que el objeto de la
leyenda fuera islamizar un lugar de ancestral carácter sagrado, muy anterior a
la llegada de las huestes musulmanas. La razón parece encontrarse en un
manantial, elemento que se asocia con la inmortalidad. Qué mejor lugar para
reposar eternamente que un lugar con trazos de inmortalidad.
Qusam (o Kusam) murió en el año
57 de la Hégira, nuestro 673. Parece que fue asesinado en un ataque. La zona,
donde hubo construcciones desde el siglo IX, sufrió las iras de la conquista de
Gengis Kan que supusieron la destrucción de la anterior Samarcanda y su
desplazamiento al lugar actual.
Shah-i-Zinda, o la tumba del Rey
Vivo, que esa era su traducción, se encontraba junto a un inmenso cementerio
musulmán, una colina plagada de tumbas. El conjunto de mausoleos, la mayoría
pertenecientes a los siglos XIV y XV, albergaban a miembros de la familia de
Tamerlán y Ulug Beg, y a diversos personajes importantes de esa época. Algunas
construcciones databan del siglo XIX. La espectacularidad del lugar quedaba
garantizada por la monumental entrada o Dargah Abd al-Aziz, que llevaba el
nombre de un hijo de Ulug Beg.
Lo que dividía los diferentes
sectores eran los chartak o chahar taq, las puertas rematadas en
cúpulas. Tras la primera, una mezquita sencilla y una familia descansando antes
de emprender la subida de los cuarenta peldaños, número que significa lo
necesario y suficiente en nuestra tradición, y de similar carácter especial en
la musulmana. Valejon nos dijo que quien contaba los peldaños a la subida y a
la bajada y le coincidían los números vería realizado un deseo. Con el deseo en
la mente empezamos a subir con un sol de justicia, que había que poner a prueba
el cuerpo. Yo realicé una pequeña parada para observar y fotografiar el
mausoleo III, del que se desconocía a quién estaba dedicado, aunque también se
le denominaba de Qazizadeh Rumi. Era inconfundible por sus dos cúpulas color
turquesa.
Cuando comparo mis recuerdos y
mis fotos con las imágenes del Álbum de
Turkestán me doy cuenta de la enorme restauración realizada en 2005. Las
imágenes del Álbum muestran unos mausoleos
decrépitos, casi en ruinas, aunque mantenían un secreto encanto. Ante las
fachadas posan los cuidadores vestidos de forma tradicional. En la actualidad,
se habían reconstruido casi en su totalidad y habían recolocado la mayor parte
de los azulejos, una de sus señas de identidad más destacadas, que ocupaban las
fachadas exteriores, las que daban a la avenida que vertebraba la necrópolis.
Las otras eran de ladrillo visto.
Pronto me di cuenta de que era
inútil apuntar los nombres de quienes allí estaban enterrados. No aportaba nada
significativo a la experiencia. Con tranquilidad, a mi regreso, estuve buscando
las correspondencias entre las imágenes y los personajes. Nada sabía de sus
historias, con lo que poco me reportaría ese esfuerzo. Sin embargo, entre la web
archnet y Google Maps pude recomponer el recorrido.
Al pasar el segundo chartak encontré a la izquierda el
mausoleo de Amir Zadeh y el de Shadi Mulk Aga, construido para el entierro de
Uldjai Shadi-Mulk, hija de la hermana mayor de Tamerlán. También acogía a ésta.
Como el resto de las construcciones, eran de planta cuadrada y estaban
completamente cubiertas de azulejos. En Asia central los mausoleos se
orientaban según los cuatro puntos cardinales, no hacia La Meca. No tenían
mihrab, algo que los diferenciaba de los de Egipto o el Magreb. Estaban
inspirados en los mausoleos karajánidas de Uzgen, en Kisguistán, cerca de Osh. Contrastaba
la fuerte luz del día con la íntima luz del interior, casi destinada a los rezos
o a la meditación ayudados por el espíritu del finado. Ascendían por los muros
plantas y flores dibujados en los azulejos, la letra cúfica se desplegaba en
interminables discursos. Árboles de la vida contrastaban con la presencia de la
muerte. Los trabajos en yeso de otras tumbas eran delicados. Los sarcófagos
eran sencillos. A varios metros, debajo, estaban los cuerpos.
Bebe vino que la vida
eterna es ésta.
Tu cosecha de juventud
fue ésta.
En tiempos de vino y
rosas y amigos ebrios
sé alegre un momento, que
la vida es esto.
Para Omar Jayyam la vida era el
momento, un carpe diem oriental.
Aunque sus referencias al vino podían ser tildadas de heréticas o de impiedad,
su filosofía de vida estaba cargada de sabiduría. Quienes disfrutaban de
aquellas obras funerarias éramos nosotros, los que nos habíamos adentrado en
aquel pasillo de lujosas construcciones que no podrían contemplar los que en
ellos yacían.
En el lado derecho estaban el
mausoleo de Tughlug Tekin y el de otra hermana de Tamerlán, Shirin Beg Aga. Un
poco más adelante, el Octahedron, de diseño octogonal, como indicaba su nombre,
y que era del siglo XIV. Debajo había una cámara funeraria circular. Algunos
mausoleos de los que desconocían quién era el ocupante eran denominados con
números.
Estuve un buen rato entre esos
mausoleos. Entraba, los contemplaba, me sometía a su eco espiritual, a su
belleza geométrica, a lo inmanente que pululaba por la estancia. En la mayoría
de los casos estaba solo, sin ruidos ni sonidos que me despistaran, sometido a
los juegos de luces y sombras.
El camino que estructuraba el
conjunto me recordó a un camino iniciático, a una senda que había que recorrer
hasta el lugar más sagrado, el mausoleo del Santo. Al avanzar, se producía la
necesaria purificación, la adaptación que permitía ser dignos de visitar el
lugar. Avancé un poco más hasta el tercer chartak
y el tercer sector, en el que estaba la tumba de Qusam. A la izquierda, estaba
la mezquita Tuman Aka. En el islam no está permitido rezar junto a la tumba,
algo que me parecía sumamente extraño. Por eso era habitual la construcción de
mezquitas conmemorativas para orar lo más cerca del alto personaje que estaba
enterrado y al que se veneraba. Al otro lado, el mausoleo de Khwaja Ahmad. El
mausoleo de Usto Ali Nesefi, que tomaba el nombre de su constructor, era otra
joya de decoración.
El lugar más sagrado recibía al
peregrino. De Qusam había dicho el Profeta que por su carácter y apariencia era
más que ninguna otra persona. En su tumba rezaba una inscripción: “Que nunca se
consideren muertos a quienes mueren en el camino hacia Alá. No: ¡están vivos!”
El interior de la sala era una joya. Tras una celosía de madera estaba su
sarcófago escalonado recubierto de mayólica azul.
En el islam de los primeros
tiempos, no estaba permitida la construcción de monumentos funerarios, aunque
la prohibición fue ignorada muy pronto. Estaba relacionada con la expansión del
sufismo y con la veneración a los maestros, que se consideraban santos, aunque
no hay culto a los mismos en el islam.
Allí me senté como un discípulo
más.
Nota: las fotos en blanco y negro corresponden al Álbum de Turkestán, edición que se conserva en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, sección de fotografía, con las referencias
LC-DIG-ppmsca-09947-00043-45-46-50-97-158 y 168
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