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Uzbekistán 15. Shah-i-Zinda o el mausoleo del Rey Vivo


Pues la vida llega a un fin, dulce o amargo,
cuando se llena la medida, sea en Bagdad o en Balj,
bebe, que partidos tú y yo, la luna seguirá su curso
del final al principio, del principio al final.

Rubai de Omar Jayyam.

Cuenta una leyenda que Qusam Ibn Abbas, primo del profeta Mahoma y uno de los impulsores de la difusión del islam en Asia central, en el siglo VII, tomó su cabeza en sus manos y, dirigido por el profeta Khizr, descendió a un pozo donde residió eternamente en un palacio subterráneo como un rey vivo.
Puede que el objeto de la leyenda fuera islamizar un lugar de ancestral carácter sagrado, muy anterior a la llegada de las huestes musulmanas. La razón parece encontrarse en un manantial, elemento que se asocia con la inmortalidad. Qué mejor lugar para reposar eternamente que un lugar con trazos de inmortalidad.

Qusam (o Kusam) murió en el año 57 de la Hégira, nuestro 673. Parece que fue asesinado en un ataque. La zona, donde hubo construcciones desde el siglo IX, sufrió las iras de la conquista de Gengis Kan que supusieron la destrucción de la anterior Samarcanda y su desplazamiento al lugar actual.

Shah-i-Zinda, o la tumba del Rey Vivo, que esa era su traducción, se encontraba junto a un inmenso cementerio musulmán, una colina plagada de tumbas. El conjunto de mausoleos, la mayoría pertenecientes a los siglos XIV y XV, albergaban a miembros de la familia de Tamerlán y Ulug Beg, y a diversos personajes importantes de esa época. Algunas construcciones databan del siglo XIX. La espectacularidad del lugar quedaba garantizada por la monumental entrada o Dargah Abd al-Aziz, que llevaba el nombre de un hijo de Ulug Beg.

Lo que dividía los diferentes sectores eran los chartak o chahar taq, las puertas rematadas en cúpulas. Tras la primera, una mezquita sencilla y una familia descansando antes de emprender la subida de los cuarenta peldaños, número que significa lo necesario y suficiente en nuestra tradición, y de similar carácter especial en la musulmana. Valejon nos dijo que quien contaba los peldaños a la subida y a la bajada y le coincidían los números vería realizado un deseo. Con el deseo en la mente empezamos a subir con un sol de justicia, que había que poner a prueba el cuerpo. Yo realicé una pequeña parada para observar y fotografiar el mausoleo III, del que se desconocía a quién estaba dedicado, aunque también se le denominaba de Qazizadeh Rumi. Era inconfundible por sus dos cúpulas color turquesa.

Cuando comparo mis recuerdos y mis fotos con las imágenes del Álbum de Turkestán me doy cuenta de la enorme restauración realizada en 2005. Las imágenes del Álbum muestran unos mausoleos decrépitos, casi en ruinas, aunque mantenían un secreto encanto. Ante las fachadas posan los cuidadores vestidos de forma tradicional. En la actualidad, se habían reconstruido casi en su totalidad y habían recolocado la mayor parte de los azulejos, una de sus señas de identidad más destacadas, que ocupaban las fachadas exteriores, las que daban a la avenida que vertebraba la necrópolis. Las otras eran de ladrillo visto.

Pronto me di cuenta de que era inútil apuntar los nombres de quienes allí estaban enterrados. No aportaba nada significativo a la experiencia. Con tranquilidad, a mi regreso, estuve buscando las correspondencias entre las imágenes y los personajes. Nada sabía de sus historias, con lo que poco me reportaría ese esfuerzo. Sin embargo, entre la web archnet y Google Maps pude recomponer el recorrido.

Al pasar el segundo chartak encontré a la izquierda el mausoleo de Amir Zadeh y el de Shadi Mulk Aga, construido para el entierro de Uldjai Shadi-Mulk, hija de la hermana mayor de Tamerlán. También acogía a ésta. Como el resto de las construcciones, eran de planta cuadrada y estaban completamente cubiertas de azulejos. En Asia central los mausoleos se orientaban según los cuatro puntos cardinales, no hacia La Meca. No tenían mihrab, algo que los diferenciaba de los de Egipto o el Magreb. Estaban inspirados en los mausoleos karajánidas de Uzgen, en Kisguistán, cerca de Osh. Contrastaba la fuerte luz del día con la íntima luz del interior, casi destinada a los rezos o a la meditación ayudados por el espíritu del finado. Ascendían por los muros plantas y flores dibujados en los azulejos, la letra cúfica se desplegaba en interminables discursos. Árboles de la vida contrastaban con la presencia de la muerte. Los trabajos en yeso de otras tumbas eran delicados. Los sarcófagos eran sencillos. A varios metros, debajo, estaban los cuerpos.
Bebe vino que la vida eterna es ésta.
Tu cosecha de juventud fue ésta.
En tiempos de vino y rosas y amigos ebrios
sé alegre un momento, que la vida es esto.

Para Omar Jayyam la vida era el momento, un carpe diem oriental. Aunque sus referencias al vino podían ser tildadas de heréticas o de impiedad, su filosofía de vida estaba cargada de sabiduría. Quienes disfrutaban de aquellas obras funerarias éramos nosotros, los que nos habíamos adentrado en aquel pasillo de lujosas construcciones que no podrían contemplar los que en ellos yacían.

En el lado derecho estaban el mausoleo de Tughlug Tekin y el de otra hermana de Tamerlán, Shirin Beg Aga. Un poco más adelante, el Octahedron, de diseño octogonal, como indicaba su nombre, y que era del siglo XIV. Debajo había una cámara funeraria circular. Algunos mausoleos de los que desconocían quién era el ocupante eran denominados con números.

Estuve un buen rato entre esos mausoleos. Entraba, los contemplaba, me sometía a su eco espiritual, a su belleza geométrica, a lo inmanente que pululaba por la estancia. En la mayoría de los casos estaba solo, sin ruidos ni sonidos que me despistaran, sometido a los juegos de luces y sombras.

El camino que estructuraba el conjunto me recordó a un camino iniciático, a una senda que había que recorrer hasta el lugar más sagrado, el mausoleo del Santo. Al avanzar, se producía la necesaria purificación, la adaptación que permitía ser dignos de visitar el lugar. Avancé un poco más hasta el tercer chartak y el tercer sector, en el que estaba la tumba de Qusam. A la izquierda, estaba la mezquita Tuman Aka. En el islam no está permitido rezar junto a la tumba, algo que me parecía sumamente extraño. Por eso era habitual la construcción de mezquitas conmemorativas para orar lo más cerca del alto personaje que estaba enterrado y al que se veneraba. Al otro lado, el mausoleo de Khwaja Ahmad. El mausoleo de Usto Ali Nesefi, que tomaba el nombre de su constructor, era otra joya de decoración.

El lugar más sagrado recibía al peregrino. De Qusam había dicho el Profeta que por su carácter y apariencia era más que ninguna otra persona. En su tumba rezaba una inscripción: “Que nunca se consideren muertos a quienes mueren en el camino hacia Alá. No: ¡están vivos!” El interior de la sala era una joya. Tras una celosía de madera estaba su sarcófago escalonado recubierto de mayólica azul.

En el islam de los primeros tiempos, no estaba permitida la construcción de monumentos funerarios, aunque la prohibición fue ignorada muy pronto. Estaba relacionada con la expansión del sufismo y con la veneración a los maestros, que se consideraban santos, aunque no hay culto a los mismos en el islam.
Allí me senté como un discípulo más.

Nota: las fotos en blanco y negro corresponden al Álbum de Turkestán, edición que se conserva en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos, sección de fotografía, con las referencias 
LC-DIG-ppmsca-09947-00043-45-46-50-97-158 y 168

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