Corría el año de 1219. Las
tropas de la Cuarta Cruzada se desvían hacia Egipto en busca de las riquezas de
ese próspero país. Después de conquistar Damieta enfilan hacia el sur, hacia El
Cairo, pero quedan atrapadas en el delta del Nilo. Sólo un milagro les podrá
salvar del desastre.
Llegan rumores de un
incontenible ejército que avanza desde el corazón de Asia. Ningún reino ni
ciudad le puede oponer resistencia. Los cruzados creen que se trata de las
huestes del Preste Juan, el mítico soberano cristiano de Asia que gobierna
sobre un territorio de inmensa riqueza y que aglutina a las amazonas, los
brahmanes, las tribus perdidas de Israel y otras criaturas míticas. Es el Rey
de Reyes, el que supera a todos en riqueza, virtud o poder. En sus tierras
fluye libremente la leche y la miel, el veneno no causa daño, no hay
escorpiones ni serpientes entre la hierba.
Lo que no saben es que se trata
de los temibles mongoles dirigidos por Gengis Kan, el sobrenombre de Temujin, el Herrero, que ha unificado a
las tribus de la franja norte de la frontera con China. Hacia 1206 ha iniciado
sus conquistas y ya ha absorbido los territorios de kirguises, oirates y uigures.
De estos últimos tomarán el lenguaje y el alfabeto e incorporarán a sus
escribas y burócratas.
Gengis Kan parecía predestinado
a la grandeza desde su nacimiento ya que nació “agarrando en su mano derecha un
coagulo de sangre del tamaño de un nudillo”, lo que se entendió como un buen
augurio. En torno suyo creó una corte de fieles, su guardia personal, en donde
primaba la meritocracia y no la sangre. A su ejército le ofreció un programa
constante de conquistas que les aportaría botín y riquezas. Como destacaba un
autor de la época, contemplaban el robo y la violencia, la inmortalidad y el
libertinaje como señas de hombría y excelencia.
En 1211 se lanzan sobre el
imperio chino y saquean la capital de la dinastía Song, Zhongdu. Los Song se
verán obligados a huir hacia el sur. Después, ponen su vista en Asia central,
debilitada por las luchas internas y fragmentada en pequeños estados. Aquellos
salvajes que se vestían con pieles de perros y ratones someterán por la fuerza
o por el temor todo lo que sale a su paso. Las ciudades que le plantan cara son
arrasadas y asesinados hombres, mujeres y niños, e incluso, todo animal vivo.
El ejemplo cunde y las siguientes ciudades pactan su entrega. Así lo recoge
Peter Frankopan en su libro The Silk
Roads.
Samarcanda ya había sufrido
previamente la cólera de los invasores. En 1212 había sido arrasada por los
jorezmianos –según El Islam. Arte y
arqitectura-, que poco a poco, a lo largo del siglo XII, habían presionado
a los selyúcidas hasta quedarse con sus territorios. El Sha de Jorezm estaba en
negociaciones con los mongoles para permitir a estos un paso hacia el oeste de
sus mercancías. Aun no se había cerrado el trato cuando el gobernador de Utrar
encarceló a un centenar de mercaderes de una caravana mongola. Informó al Sha
de que eran espías y éste decidió que los ejecutaran. Esa fue la excusa que
necesitaba Gengis Kan para su ataque en 1218.
Amin Maalouf nos trasladó en su
libro Samarcanda aquel horror.
También el renacer de la ciudad que da título a su obra:
La
primera oleada, conducida por Gengis Kan, fue sin ninguna duda el azote más
devastador que jamás haya asolado Oriente. Prestigiosas ciudades fueron
arrasadas y su población exterminada, como Pekín, Bujara o Samarcanda, cuyos
habitantes fueron tratados como ganado, las mujeres jóvenes distribuidas entre
los oficiales de la horda victoriosa, los artesanos convertidos en esclavos y
los demás aniquilados, con la única excepción de una minoría que, reagrupada en
torno al gran cadi del momento, no tardó en proclamar su vasallaje a Gengis
Kan…
…A pesar
de este apocalipsis, Samarcanda se revela casi como una privilegiada, puesto
que un día renacería de sus escombros para convertirse en la capital de un
imperio mundial, el de Tamerlán. Por el contrario, muchas otras ciudades no se
reharían nunca más, principalmente las tres grandes metrópolis de Jorasán donde
durante largo tiempo se concentró toda la actividad intelectual de esa parte
del mundo: Merv, Balj y Nisapur, a las que hay que añadir Rayy, cuna de la
medicina oriental y de la que se olvidaría hasta el nombre; habría que esperar
varios siglos para ver renacer, en un lugar cercano, la ciudad de Teherán.
La ciudad que visitábamos era
posterior a aquella destrucción. De la anterior, Marakanda, apenas quedaba
nada, como confirmamos al pasar delante de sus restos: una colina pelada. Había
sido escasamente excavada y en los taludes se apreciaban algunos huecos, como
cuevas artificiales. Algunas estaban tapiadas. Lo más interesante, según la
guía, era el museo Afrosiab, donde se reunían los hallazgos de esas labores
arqueológicas. Lo aconsejaban para entusiastas y nosotros no entrábamos en esa
categoría.
Nos veíamos obligados a recurrir
a fuentes indirectas, como la descripción del escritor Amin Maalouf, en Samarcanda, de aquella mítica ciudad a
la llegada de Omar Jayyam:
Llegó a
la ciudad después de tres semanas de camino y, sin descansar un momento,
decidió seguir al pie de la letra los consejos de los viajeros de los tiempos
pasados. Subid, indican ellos, a la terraza de Kuhandiz, la antigua
ciudadela, pasear ampliamente vuestra mirada y no encontraréis más que agua y
verdor, bancales floridos y cipreses recortados por los más sutiles jardineros,
en forma de bueyes, elefantes, camellos agachados y panteras que se hacen
frente y parecen preparadas para saltar. En efecto, en el interior mismo del
recinto, desde la puerta del monasterio, al oeste, hasta la puerta de China,
Omar no vio más que tupidos vergeles e impetuosos riachuelos. Luego, aquí y
allá, un esbelto minarete de ladrillos, una cúpula cincelada de sombra, la
blancura de la pared de un mirador. Y a la orilla de una charca, cobijada por
los sauces llorones, una bañista desnuda que desplegaba sus cabellos al
ardiente viento.
La ciudad, como Transoxiana,
estaba dominada por la cultura persa que irradiaba por toda Asia central. El
propio poeta era persa, aunque las fronteras de la cultura y de la ciencia no
estaban compartimentadas por los reinos. Los sabios se trasladaban de los
dominios de un soberano a los de otro en donde el nexo común era el islam, que
abarcaba desde la Península Ibérica hasta la India. La fama de Ibn Siná,
conocido por nosotros como Avicena, resonaba en Europa. El místico murciano Ibn
Arabí, autor de las “Meditaciones de La Meca”, y una de sus grandes figuras,
viajó abundantemente por oriente.
Todo aquello se desvaneció con
la llegada de los mongoles, que continuaron con su expansión. El Gran Kan murió
en 1227. Sus herederos fueron tan eficaces en la conquista como su antecesor.
Ellos fueron los que alcanzaron el oeste de Europa. En 1241 atacaron Polonia y
las llanuras de Hungría. Bela IV de Hungría se vio obligado a huir a Dalmacia,
a Trogir, en la actual Croacia. El llamamiento del papa Gregorio IX, prometiendo
indulgencias a quienes combatieran a los mongoles, tuvo poco éxito. Todos temían
las represalias. Si no continuaron con sus campañas en Europa fue por el escaso
interés que despertaba y porque Ogodai murió de forma repentina. Había
conquistado la península de Corea, el Tíbet, Pakistán y el norte de la India. Corría
1241.
En 1243 derrotaron a los
selyúcidas de Rum en la batalla de Kose Dagi, si bien en la batalla de
Elbistón, en 1277, repelieron a los mongoles, quienes dos años después
derrotaron de forma definitiva a los selyúcidas de Anatolia, que se integraron
en la administración mongola.
Pero aquellos bárbaros de la
estepa fueron refinando sus costumbres y absorbiendo la cultura de los
territorios conquistados, especialmente la persa. Para legitimar su dominio
buscaron instrumentos como el Jami
al-Tawarikh, que buscaba conservar la memoria de sus tiempos nómadas. El
encargado de esa obra magna, la considerada primera historia mundial, fue
Rashid-al-Din-Hamadani, del que tuve conocimiento ese mismo verano a través del
libro de William Dalrymple, Tras las
huellas de Marco Polo.
Quien fuera visir o primer
ministro de tres kanes del Iljanato
de Persia, aglutinó una tropa de escribas e ilustradores que fueron compilando
la historia mongola y la historia universal. Desgraciadamente, fue acusado de
envenenar a su señor y, víctima de las envidias e intrigas palaciegas, fue
ejecutado. Su obra no sobrevivió en su totalidad. Han llegado a nosotros
fragmentos que se conservan en la colección Khalili, la Universidad de
Edimburgo y la biblioteca del palacio Topkapi de Estambul. Las ilustraciones
son fantásticas.
El temor a la invasión mongola
(bajo las órdenes de Guyug) tuvo un efecto curioso en el ámbito cristiano: la
posibilidad de una reunificación. Los armenios entablaron conversaciones con
los ortodoxos griegos y con Roma. Los bizantinos mandaron una misión al Papa.
Pero la muerte de Guyug en 1248 y la apertura de un nuevo proceso de sucesión
terminó con aquellos buenos propósitos. Entre 1243 y 1253, el Papa Inocencio IV
envió cuatro embajadas a los mongoles y el rey de Francia, Luis IX, al monje
Willem Van Ruysbroeck, que dejó una crónica sobre su viaje. Otro enviado famoso
fue Juan de Plano Carpini. Incluso hubo un tiempo en que se pensó que el
emperador mongol se convertiría al cristianismo.
Mongke, el nuevo Gran Kan, se
concentrará en las perlas islámicas. Conquistará Bagdad en 1258. En 1259
penetrará en Polonia y saqueará Cracovia. Otro ejército se dirigirá a Siria y
Palestina. Su objetivo era el Egipto de los mamelucos. Serán derrotados por
ellos en Ayn Jalut, en el norte de Palestina, en septiembre de 1260. En la
década de 1280 se tiene constancia de una embajada del obispo de Uiguria,
Rabban Sauma, a la corte de Eduardo I de Inglaterra, para intentar una alianza
con los mongoles contra los mamelucos. En 1299 los mongoles derrotaron a los
mamelucos.
Nota sobre las imágenes:
La foto en sepia pertenece al Álbum de Turkestán, edición de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos, División de fotografía, referencia LC-DIG-ppmsca-09947-00358.
Las demás fotos pertenecen a varias ediciones del Jama al-Tawarikh, en concreto las del Palacio de Topkapi, la Biblioteca Nacional de Francia, la Colección Khalili y la Biblioteca de la Universidad de Edinburgo. Mi más sincero agradecimiento por esas imágenes.
Cualquier errata en las referencias de las imágenes será subsanada.
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