En Langar no había hoteles. Quien
quisiera pernoctar en el pueblo podía elegir entre el janaka o una casa particular. Me hubiera gustado disfrutar de la
hospitalidad sufí pero estaba programada la segunda opción. Otra vez será.
La mayoría de las casas eran de
adobe. Periódicamente eran reparadas ya que la acción de las lluvias y otros
elementos naturales las deterioraban seriamente. La que nos albergó era de
ladrillo y, sin duda, era de las más lujosas de la población.
Al entrar, me recordó a la casa
de mis abuelos en Santomera, Murcia. Tenía un amplio patio cubierto con un
emparrado que lo bendecía con su sombra. En un lado estaban las duchas, los
servicios y la cocina tradicional con horno de barro. Enfrente, la edificación
principal de dos pisos. Nosotros nos alojamos en el piso superior. Tomamos
nuestro equipaje y nos instalamos poco antes de que el atardecer cubriera todo
de oscuridad.
Había tres habitaciones, dos
para cinco personas, en los extremos, y una de cuatro, en el centro. La del
centro fue asignada a las vascas. La división en las otras dos fue de
roncadores y no roncadores. En la de roncadores, la mía, compartí habitación
con Sole, Ricard, Albert y Josep. Fernando estuvo indeciso bastante tiempo, con
dos cambios rápidos de opinión. Iluminada y Javier, acostumbrados al vivac,
decidieron establecerse en la galería cubierta.
La galería cubierta fue como
nuestra sala de estar. Una parte estaba ocupada por una mesa alargada que
servía para las comidas y las tertulias que se montaban cuando regresábamos de
las caminatas. Era el club social. Aún lo recuerdo como un lugar entrañable. En
una de las barras de la barandilla había un canastillo peculiar. Era el único
lugar con cobertura de móvil. Quien necesitaba llamar o recibir llamadas debía
dejar el teléfono en el canastillo y esperar a que las fuerzas mágicas del
mismo lo activaran. Hasta que me enteré de aquel misterio observé con
suspicacia cómo subían los miembros de la familia a visitarnos.
En el patio había uno de esos
camastros-sillones tan populares en Uzbekistán. Lo monopolizaron Valejon,
nuestro conductor, que disfrutó en ese tiempo de unas vacaciones, y el dueño de
la casa, que también era el guía local. Allí montaron unas interminables timbas
con las que se entretenían de sol a sol. Envidiaba que pudieran llevar una vida
tan fácil mientras nosotros subíamos al monte, bajábamos al cañón o explorábamos
las calles.
Las que atendían el negocio eran
tres mujeres. Una era indudablemente la esposa del dueño y guía. A otra se la
veía poco porque atendía la cocina. La tercera podría ser la hija, aunque la
diferencia de edad era demasiado grande respecto de los tres chavales. Lo mismo
era una criada, alguien del pueblo que ayudaba en la casa. No eran muy
comunicativas. Desde luego, no hablaban más que uzbeko (o quizá tayiko, tan
popular en toda esta parte del país). Nos hubiera gustado charlar con ellas,
saber más de su vida, de sus aspiraciones, de sus estudios o sus habilidades,
de la posición de la mujer en Uzbekistán. Probablemente la consigna fuera que
se limitaran a servir y que no confraternizaran. En una sociedad tan
tradicional, el contacto con extranjeros y, sobre todo con hombres, no debía
ser muy cómodo y quizá nuestra presencia diera lugar a habladurías. Su
actividad era frenética y no paraban de limpiar, ordenar, cocinar o realizar
mis tareas domésticas.
Los que eran encantadores eran
los críos. Y, desde luego, el más divertido era el pequeño, una versión de
terremoto humano con mucha gracia. Jugaban en el patio pero se acercaban a
nosotros, intentábamos charlar con ellos y se incorporaban a nuestra actividad
en la galería sin ser invasivos. Estaban magníficamente educados. Les tomamos
cariño.
Nos fuimos reuniendo en torno a
la mesa. Jordi actualizó sus notas, Albert aprovechó para leer un poco de la
Lonely Planet, Josep y Fernando empezaron a hablar de Valencia y de Zamora y a
contar anécdotas familiares muy graciosas. Pedimos coca-colas y cervezas rusas,
que aunque no estaban demasiado frías nos elevaron la moral. Todos pensamos que
no habría cerveza y, sin embargo, la teníamos disponible y más barata que los
refrescos (15.000 soms por 20.000 ó
25.000 soms, según tamaño). Trajeron
cacahuetes y pistachos, una ensalada de pepino y tomate, deliciosa y, sin
interrupción, la cena.
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