Las estrellas que excepto
pena no añaden otra cosa
No dejan prenda por
aquello que roban.
Si supieran lo que soportamos
por su giro,
No pondrían pie en tierra
los no nacidos.
Rubai de Omar Jayyam.
Siempre me han gustado las
conversaciones de verano al aire libre cuando el calor se calma y no hay ganas
de irse a dormir. Las confidencias se concatenan, la gente se anima, sube el
sonido del campo y de la noche, el cielo se cubre de estrellas. Y las estrellas
fueron nuestro entretenimiento aquella noche y alguna más.
Iluminada, Javier y las chicas
Encarta, como fueron bautizadas las vascas por mis sobrinos al contarles su
saber académico, eran bastante aficionadas a esta actividad. Las chicas Encarta
eran de un club de astronomía. Tanto unos como otras llevaban en sus móviles
varias aplicaciones que ayudaban a identificar las constelaciones. En verano,
al desplazarme a la playa o en algún viaje en que me encontraba en el campo,
salía a contemplar el cielo por la noche. Únicamente veía puntitos blancos sobre una
superficie azul oscuro, sin que fuera capaz de interpretar nada de la bóveda
celeste. Elevaba la cabeza y contemplaba algo que no contemplaba en Madrid al
impedirlo los bloques de edificios y la contaminación lumínica. En La Palma sí
había disfrutado de ese espectáculo porque allí la luz estaba atenuada. Pero
mis conocimientos eran nulos y no sabía lo que observaba.
Lo primero que hicieron fue
localizar Marte, que era el punto que más brillaba. Tardaron un instante y hubo
unanimidad. Cualquiera del pueblo que se hubiera acercado a la casa nos hubiera
tomado por locos ya que estábamos congregados mirando al limbo y señalando
hacia arriba con excesiva convicción. A mí me pareció divertido.
Una vez localizado Marte, el
siguiente paso fue localizar el Carro. Con las indicaciones que me dieron acerté
rápidamente. Desde allí, la Osa Mayor era también sencilla de situar. Se animó
el cotarro y señalaron Júpiter, Saturno, otras constelaciones. Cuando había
duda sacaban el móvil y ajustaban las aplicaciones. La Vía Láctea era una
tremenda densidad de estrellas.
Lo más divertido fueron las
estrellas fugaces. Las puñeteras tienen por costumbre pasar en el único momento
en que dejas de mirar al cielo o al sector donde trazan su estela. Creí que era
un fenómeno bastante inusual pero en el rato que estuvimos pasaron unas cuantas
que provocaban el regocijo de quien tenía la suerte de observarlas y la decepción
de los despistados. Me concentré para no perderme ninguna más.
Soñé que nos acompañaba el nieto
de Tamerlán, Ulug Beg, el Sultán Astrónomo, y que nos deleitaba con sus
explicaciones, tanto a nuestro grupo como al de la embajada de González de
Clavijo, a quienes nos presentarían al inicio de la sesión. La luna quedaba
fuera de cuadro.
Pasado un rato, las estrellas
habían cambiado de posición. Discutimos si un cuerpo celeste era un posible
satélite artificial. Pasó un avión con el parpadeo de sus luces de posición.
Recordé un rubai de Omar Jayyam:
Pues no giró la rueda ni a deseos del sabio,
enumera si quieres los siete u ocho cielos,
y ya que hay que morir dejando cuanto ansiamos,
como la hormiga en la tumba o el lobo en el
desierto.
Cansados y con un poco de pena
nos fuimos a dormir. En la habitación nos esperaban unas colchonetas bajas con edredones,
sobre las alfombras, más lujosas de lo que esperábamos. El sueño fue alterado
por los ladridos en cadena de todos los perros del valle y los potentes
rebuznos de los burros.
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