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Uzbekistán 24. Langar, un mausoleo y una mezquita


Hubo una gota de agua y se hundió en el mar.
De polvo una partícula a la tierra se unió.
Tu llegada y partida ¿qué es en este mundo?
Una ligera mosca apareció y desapareció.

Rubai de Omar Jayyam.

En la segunda mitad del siglo XV, la secta sufí dominante por el apoyo de los descendientes de Tamerlán era la naqshbandiya, que veía como clara competencia a la de los ishkiya, que se vieron obligados a salir de la capital, Samarcanda, y a dirigirse a las montañas. Cuando cayeron los timúridas y ascendieron los Shaybánidas éstos dieron su apoyo a los ishkiya. Aquellos ishkiya habían realizado un viaje probablemente similar al que nosotros habíamos ejecutado esa tarde. Desde luego, con menos comodidades, aunque nos quejáramos de la carraca.
Cuenta una leyenda, que un día Muhammad Sadik estaba en compañía de su sabio maestro. El frío impedía calentar el agua de la jarra que utilizaban para lavarse. La atrajo a su pecho e instantáneamente empezó a hervir. Su maestro lo interpretó como un signo de que había terminado su aprendizaje y que debía continuar su camino. Montó en un camello blanco y, allá donde parara el mismo, le dijo su maestro, se debería de establecer. Ese lugar fue Langar.

Langar es un término con un significado especial. Se podría traducir como ancla o parada, como el lugar donde se entierra o donde tienen su última morada las personas santas. Ese nombre se repite en Uzbekistán y en Asia central aplicado a poblaciones que se encuentran cerca de santuarios. También a lugares donde puede aparecer Dios.
Sadik, que murió en 1545, llegó a concentrar una amplia comunidad que tuvo entre sus más ilustres miembros a una hermana de Tamerlán y a un rey de Yemen que renunció a su trono. Los tres están enterrados en el mausoleo junto a Abu-l-Hasan Kalan, anterior jefe de la comunidad, y el hijo de Sadik.

El autocar nos dejó ante la modesta entrada del cementerio. Esa colina y la contigua albergaban sencillas lápidas bien conservadas. Por lo que leí a mi regreso, las tumbas mostraban la longevidad de los vecinos, muchos de los cuales habían superado los 80 años y más de uno había sido centenario. Quizá el aislamiento del mundo era una garantía para prolongar la vida. Más de uno pensó que había más muertos que vivos en el pueblo, que se dividía en dos sectores de unos dos mil habitantes cada uno. Por cierto, había un cementerio tayiko, separado del uzbeko.
Iniciamos la ascensión hacia el mausoleo. El pueblo se definía a la sombra del monte Kurek, de unos 2280 metros. La cadena montañosa a la que pertenecía era la Gissar-Alai, que se iniciaba en Kirguistán, atravesaba Uzbekistán y acababa en Turkmenistán. Después de tanta llanura era una grata sorpresa y un fuerte contraste.

La inclinación era una permanente. Las casas se habían acoplado a la misma y conforme ascendíamos se evidenciaba más el pueblo, modesto pero bien conformado. Las casas se desperdigaban por toda la contornada.
El mausoleo consistía en un pórtico, un edificio cúbico y una cúpula, todos de ladrillos sin adornos de azulejos. Sobre la cúpula, un remate con cuatro bolas doradas que simbolizaban los cuatro niveles de aproximación a Dios. Desde su plataforma se dominaba el pueblo y era visible la mezquita, que carecía de cúpula. Rodeando el mausoleo había varias lápidas bien talladas que podían ser de los seguidores de Sadik.

El interior era hermoso. Las paredes y la cúpula interior estaban cubiertas de estuco. El dibujo de la cúpula me recordó a un cielo rojo. Desgraciadamente, un andamio rompía la perspectiva. En la sala estaban las tumbas cubiertas con lujosas telas. Soberbias estelas demostraban la categoría de los que habían sido enterrados. El mausoleo era lugar de peregrinaje y no era extraño encontrarse con fieles que venían desde otros países para presentar sus respetos. Calculaban que entre doscientas y trescientas personas visitaban el lugar. Nos parecieron muchas, pero al día siguiente, comprobamos su popularidad.

El imam, que nos había abierto las puertas del mausoleo, era un hombre bajo y regordete con una peculiar perilla y una mirada penetrante. Mi primera impresión fue que nos iba a anatemizar por entrar en un lugar sagrado y hacer fotos sin la debida consideración. Pero, todo lo contrario, se comportó con suma amabilidad, nos facilitó algunas explicaciones que tradujo Valejon, y nos mostró con orgullo algunos detalles, como la decoración nixht o la fina marquetería de las puertas, que cerró desde dentro para que pudiéramos fotografiarlas. Aproveché para charlar un rato con él, si es que así se puede llamar el intercambio de impresiones limitado por no hablar él español o inglés ni yo uzbeko. Pero la comunicación con buena fe es universal y al señalarle un elemento y nombrar al Profeta, él respondió con un decidido “Muhammad”. Su rostro se relajó y el rictus integrista que creí ver al principio desapareció por completo. Vi en él a un clérigo pícaro e inteligente que buscaba ganarse una propina y la confianza de alguien que pudiera hablar bien de su mausoleo. Nos dimos la mano y nos despedimos de forma efusiva.

Bajamos al camino, nos infiltramos en el pueblo, saludamos a los lugareños, que empezaban a descansar tras una jornada más de trabajo, paramos en el lugar en donde se abastecían de agua (niños en burro con grandes recipientes de metal), traída desde un manantial que nacía en la montaña, y tras una breve ascensión alcanzamos la mezquita. Como el mausoleo, era del siglo XV y había soportado bien el paso del tiempo. Dos pares de cinco columnas de madera sustentaban el pórtico. La tercera de las más exteriores no estaba acanalada y una leyenda afirmaba que estaba hecha de algodón retorcido que fue utilizado al acabarse la madera necesaria para fabricar las columnas. Desde luego, era diferente a las demás.


El culto de la mezquita no cesó en la época soviética. Quizá nadie quiso imponer los nuevos dictados ateos. Quizá es que el lugar estaba tan apartado y al margen del mundo que nadie se opuso a los cinco rezos diarios. Las costumbres continuaron.
No había alminar desde el que llamar a la oración. El muecín encargado de congregar a los fieles trepaba por una escalera bastante inestable (daba miedo observarla), y desde la azotea realizaba su cometido. En ese momento apareció el imam, un hombre joven y estilizado que vestía una muy decente casaca. Cubría su cabeza el habitual gorro uzbeko de cuatro picos.

El techo del patio de invierno había perdido sus colores pero conservaba un hermoso trenzado de vigas y los capiteles de las columnas que imitaban panales o estalactitas. Los muros eran blancos. Nos descalzamos y entramos en la primera sala. Estaba sustentada por cuatro columnas algo más sencillas que las del pórtico. Los muros eran blancos, una ventana se asomaba al barranco y el suelo estaba cubierto con varias alfombras. Como en otros lugares de Uzbekistán las alfombras estaban inmaculadas. El culpable de ello era un aspirador guardado en una de las esquinas.

Leí que en esta mezquita estuvo guardado el Corán de Osmán. En el siglo XVIII lo trajeron aquí para evitar que cayera en las manos de los invasores persas de Nadir Sha. Se decía, incluso, que alguna de sus páginas aún permanecía en ella. Otra de las reliquias que supuestamente guardaba era una capa del Profeta. Fuera cierto o no daba cuenta de la importancia del lugar.

La segunda sala nos cautivó a todos. Habíamos visitado -y visitamos a lo largo del viaje- hermosas y grandiosas mezquitas, pero aquélla tenía un punto de intimidad y recogimiento del que carecían las demás. El mihrab era un fino trabajo de azulejos. El techo mantenía parte de su policromía y una banda en la parte superior con caligrafía cúfica resaltaba la unión con los muros.

Las ventanas bajas permitían una hermosa visión del mausoleo y de las montañas.
La sala era sustentada por cinco columnas, lo que nos dio para discutir si ese número era casual o se debía a los cinco mandatos básicos del islam -la fe en Alá y el Profeta, el ayuno, la limosna, el rezo y la peregrinación- o si era por alguna razón constructiva. Salieron a relucir conceptos numerológicos y alguien descubrió una esvástica en los muros, lo que dio para hablar de la original y la de los nazis, de su significado como símbolo solar y sus diversas transformaciones.

Al salir, contemplamos el janaka, aún en uso, donde cualquiera tendría un plato y un lugar para dormir.

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