Hubo una gota de agua y
se hundió en el mar.
De polvo una partícula a
la tierra se unió.
Tu llegada y partida ¿qué
es en este mundo?
Una ligera mosca apareció
y desapareció.
Rubai de Omar Jayyam.
En la segunda mitad del siglo
XV, la secta sufí dominante por el apoyo de los descendientes de Tamerlán era
la naqshbandiya, que veía como clara competencia a la de los ishkiya, que se
vieron obligados a salir de la capital, Samarcanda, y a dirigirse a las
montañas. Cuando cayeron los timúridas y ascendieron los Shaybánidas éstos
dieron su apoyo a los ishkiya. Aquellos ishkiya habían realizado un viaje
probablemente similar al que nosotros habíamos ejecutado esa tarde. Desde
luego, con menos comodidades, aunque nos quejáramos de la carraca.
Cuenta una leyenda, que un día
Muhammad Sadik estaba en compañía de su sabio maestro. El frío impedía calentar
el agua de la jarra que utilizaban para lavarse. La atrajo a su pecho e
instantáneamente empezó a hervir. Su maestro lo interpretó como un signo de que
había terminado su aprendizaje y que debía continuar su camino. Montó en un
camello blanco y, allá donde parara el mismo, le dijo su maestro, se debería de
establecer. Ese lugar fue Langar.
Langar es un término con un
significado especial. Se podría traducir como ancla o parada, como el lugar donde
se entierra o donde tienen su última morada las personas santas. Ese nombre se
repite en Uzbekistán y en Asia central aplicado a poblaciones que se encuentran
cerca de santuarios. También a lugares donde puede aparecer Dios.
Sadik, que murió en 1545, llegó
a concentrar una amplia comunidad que tuvo entre sus más ilustres miembros a
una hermana de Tamerlán y a un rey de Yemen que renunció a su trono. Los tres
están enterrados en el mausoleo junto a Abu-l-Hasan Kalan, anterior jefe de la
comunidad, y el hijo de Sadik.
El autocar nos dejó ante la
modesta entrada del cementerio. Esa colina y la contigua albergaban sencillas
lápidas bien conservadas. Por lo que leí a mi regreso, las tumbas mostraban la
longevidad de los vecinos, muchos de los cuales habían superado los 80 años y
más de uno había sido centenario. Quizá el aislamiento del mundo era una
garantía para prolongar la vida. Más de uno pensó que había más muertos que
vivos en el pueblo, que se dividía en dos sectores de unos dos mil habitantes
cada uno. Por cierto, había un cementerio tayiko, separado del uzbeko.
Iniciamos la ascensión hacia el
mausoleo. El pueblo se definía a la sombra del monte Kurek, de unos 2280
metros. La cadena montañosa a la que pertenecía era la Gissar-Alai, que se
iniciaba en Kirguistán, atravesaba Uzbekistán y acababa en Turkmenistán.
Después de tanta llanura era una grata sorpresa y un fuerte contraste.
La inclinación era una
permanente. Las casas se habían acoplado a la misma y conforme ascendíamos se
evidenciaba más el pueblo, modesto pero bien conformado. Las casas se desperdigaban
por toda la contornada.
El mausoleo consistía en un
pórtico, un edificio cúbico y una cúpula, todos de ladrillos sin adornos de
azulejos. Sobre la cúpula, un remate con cuatro bolas doradas que simbolizaban
los cuatro niveles de aproximación a Dios. Desde su plataforma se dominaba el
pueblo y era visible la mezquita, que carecía de cúpula. Rodeando el mausoleo
había varias lápidas bien talladas que podían ser de los seguidores de Sadik.
El interior era hermoso. Las
paredes y la cúpula interior estaban cubiertas de estuco. El dibujo de la
cúpula me recordó a un cielo rojo. Desgraciadamente, un andamio rompía la
perspectiva. En la sala estaban las tumbas cubiertas con lujosas telas. Soberbias
estelas demostraban la categoría de los que habían sido enterrados. El mausoleo
era lugar de peregrinaje y no era extraño encontrarse con fieles que venían
desde otros países para presentar sus respetos. Calculaban que entre doscientas
y trescientas personas visitaban el lugar. Nos parecieron muchas, pero al día
siguiente, comprobamos su popularidad.
El imam, que nos había abierto
las puertas del mausoleo, era un hombre bajo y regordete con una peculiar
perilla y una mirada penetrante. Mi primera impresión fue que nos iba a
anatemizar por entrar en un lugar sagrado y hacer fotos sin la debida
consideración. Pero, todo lo contrario, se comportó con suma amabilidad, nos
facilitó algunas explicaciones que tradujo Valejon, y nos mostró con orgullo
algunos detalles, como la decoración nixht
o la fina marquetería de las puertas, que cerró desde dentro para que
pudiéramos fotografiarlas. Aproveché para charlar un rato con él, si es que así
se puede llamar el intercambio de impresiones limitado por no hablar él español
o inglés ni yo uzbeko. Pero la comunicación con buena fe es universal y al
señalarle un elemento y nombrar al Profeta, él respondió con un decidido
“Muhammad”. Su rostro se relajó y el rictus integrista que creí ver al
principio desapareció por completo. Vi en él a un clérigo pícaro e inteligente
que buscaba ganarse una propina y la confianza de alguien que pudiera hablar
bien de su mausoleo. Nos dimos la mano y nos despedimos de forma efusiva.
Bajamos al camino, nos infiltramos
en el pueblo, saludamos a los lugareños, que empezaban a descansar tras una
jornada más de trabajo, paramos en el lugar en donde se abastecían de agua
(niños en burro con grandes recipientes de metal), traída desde un manantial
que nacía en la montaña, y tras una breve ascensión alcanzamos la mezquita.
Como el mausoleo, era del siglo XV y había soportado bien el paso del tiempo.
Dos pares de cinco columnas de madera sustentaban el pórtico. La tercera de las
más exteriores no estaba acanalada y una leyenda afirmaba que estaba hecha de
algodón retorcido que fue utilizado al acabarse la madera necesaria para
fabricar las columnas. Desde luego, era diferente a las demás.
El culto de la mezquita no cesó
en la época soviética. Quizá nadie quiso imponer los nuevos dictados ateos. Quizá
es que el lugar estaba tan apartado y al margen del mundo que nadie se opuso a
los cinco rezos diarios. Las costumbres continuaron.
No había alminar desde el que
llamar a la oración. El muecín encargado de congregar a los fieles trepaba por
una escalera bastante inestable (daba miedo observarla), y desde la azotea
realizaba su cometido. En ese momento apareció el imam, un hombre joven y
estilizado que vestía una muy decente casaca. Cubría su cabeza el habitual
gorro uzbeko de cuatro picos.
El techo del patio de invierno
había perdido sus colores pero conservaba un hermoso trenzado de vigas y los
capiteles de las columnas que imitaban panales o estalactitas. Los muros eran
blancos. Nos descalzamos y entramos en la primera sala. Estaba sustentada por
cuatro columnas algo más sencillas que las del pórtico. Los muros eran blancos,
una ventana se asomaba al barranco y el suelo estaba cubierto con varias
alfombras. Como en otros lugares de Uzbekistán las alfombras estaban
inmaculadas. El culpable de ello era un aspirador guardado en una de las
esquinas.
Leí que en esta mezquita estuvo
guardado el Corán de Osmán. En el siglo XVIII lo trajeron aquí para evitar que
cayera en las manos de los invasores persas de Nadir Sha. Se decía, incluso,
que alguna de sus páginas aún permanecía en ella. Otra de las reliquias que
supuestamente guardaba era una capa del Profeta. Fuera cierto o no daba cuenta
de la importancia del lugar.
La segunda sala nos cautivó a
todos. Habíamos visitado -y visitamos a lo largo del viaje- hermosas y
grandiosas mezquitas, pero aquélla tenía un punto de intimidad y recogimiento
del que carecían las demás. El mihrab
era un fino trabajo de azulejos. El techo mantenía parte de su policromía y una
banda en la parte superior con caligrafía cúfica resaltaba la unión con los
muros.
Las ventanas bajas permitían una
hermosa visión del mausoleo y de las montañas.
La sala era sustentada por cinco
columnas, lo que nos dio para discutir si ese número era casual o se debía a
los cinco mandatos básicos del islam -la fe en Alá y el Profeta, el ayuno, la
limosna, el rezo y la peregrinación- o si era por alguna razón constructiva.
Salieron a relucir conceptos numerológicos y alguien descubrió una esvástica en
los muros, lo que dio para hablar de la original y la de los nazis, de su
significado como símbolo solar y sus diversas transformaciones.
Al salir, contemplamos el janaka, aún en uso, donde cualquiera
tendría un plato y un lugar para dormir.
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