Junto al último mausoleo quedó nuestro
autocar y montamos en una carraca bastante más pequeña. A ella subió el grupo,
un guía local y Valejon.
La carraca carecía de aire
acondicionado, lo que obligó a llevar las ventanas abiertas y provocó un
auténtico desmadre de cortinas volando que golpeaban con insistencia las
ventanas y nuestros rostros. El calor se clavaba con fuerza a consecuencia de
un sol intenso. Cerramos los ojos, que se fueron abriendo con cada bache, muy
frecuentes, ya que la carretera empeoraba según avanzábamos.
A la salida de la ciudad, junto
al río, habían instalado un parque temático con reproducciones de monumentos
del mundo de gran fama, como el Taj Mahal, la Torre Eiffel o un templo chino.
Poco después nos desviamos hacia las montañas. La primera referencia era un
pantano que necesitaba una inyección de lluvias. La carretera discurría en
paralelo al río Langar, o a lo que quedaba de él, porque la sequía lo había
convertido en un hilillo que se tambaleaba formando un zigzag famélico.
Las casas dispersas y los
pueblos, los kishlaks, se acoplaban a
las lomas y las faldas de las montañas peladas, despojadas de toda riqueza
vegetal. Pero los ganados eran sabios y sabían encontrar entre los matojos
suficiente material para mantenerse en buena forma. Vacas, cabras, ovejas y
pastorcillos se repartían por el paisaje y lo punteaban entre las casas de
tejados a cuatro aguas.
Era un paisaje básico, con lo
esencial para una vida primitiva que se resguardaba tras los muros de adobe, y
en el mejor de los casos, de ladrillo. Nos encontramos con otro nivel de vida,
lo cual no implicaba la palabra miseria. La vida era dura pero aún mantenía la
suficiente generosidad para fidelizar a las gentes a sus pueblos. Eso sí, quien
salía del lugar rumbo a la ciudad o a otros países ya no quería regresar. La
población se había estancado como consecuencia de esa emigración constante.
Mientras avanzábamos
contemplábamos niños en burro, paisajes semidesérticos, estampas que atraían al
viajero y que mostraban una vida sin florituras y, en muchos casos, sin grandes
esperanzas. Por supuesto, para ellos éramos una novedad, la atracción, un
acontecimiento. Saludaban con cariño y sonreían. Éramos el regalo que sabían
apreciar: extraños que se infiltraban en sus tierras.
El río serpenteaba y trazaba
pequeños señuelos verdes. Todo parecía estable, como si nadie se atreviera a
salir a aquel calor deslumbrante, aunque estuvieran acostumbrados al mismo, y
no como nosotros.
Me afané en disparar la cámara,
en buscar que el sol directo no perjudicara mis imágenes, las de la cámara y
las de mi mente. La tierra ocre, a veces rojiza o gris, se incrustaba en la
cabeza y uniformaba los recuerdos. Seguimos ascendiendo y disfrutando de la
coctelera que era nuestro vehículo.
Poco antes de llegar a Langar se
abría un profundo desfiladero limitado por hoscas rocas. Evidentemente, el río
que lo había tallado había desaparecido por la sequía. En esa época era raro
que lloviera. Ese sería uno de los objetivos de la tarde siguiente. Era
espectacular y rompía la monotonía de montaña sin vegetación y pueblos ásperos.
Paramos para observarlo con más calma.
En la zona había una mina de sal
abandonada que aun mostraban los lugareños a los visitantes.
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