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Uzbekistán 23. El valle de Langar


Junto al último mausoleo quedó nuestro autocar y montamos en una carraca bastante más pequeña. A ella subió el grupo, un guía local y Valejon.
La carraca carecía de aire acondicionado, lo que obligó a llevar las ventanas abiertas y provocó un auténtico desmadre de cortinas volando que golpeaban con insistencia las ventanas y nuestros rostros. El calor se clavaba con fuerza a consecuencia de un sol intenso. Cerramos los ojos, que se fueron abriendo con cada bache, muy frecuentes, ya que la carretera empeoraba según avanzábamos.

A la salida de la ciudad, junto al río, habían instalado un parque temático con reproducciones de monumentos del mundo de gran fama, como el Taj Mahal, la Torre Eiffel o un templo chino. Poco después nos desviamos hacia las montañas. La primera referencia era un pantano que necesitaba una inyección de lluvias. La carretera discurría en paralelo al río Langar, o a lo que quedaba de él, porque la sequía lo había convertido en un hilillo que se tambaleaba formando un zigzag famélico.
Las casas dispersas y los pueblos, los kishlaks, se acoplaban a las lomas y las faldas de las montañas peladas, despojadas de toda riqueza vegetal. Pero los ganados eran sabios y sabían encontrar entre los matojos suficiente material para mantenerse en buena forma. Vacas, cabras, ovejas y pastorcillos se repartían por el paisaje y lo punteaban entre las casas de tejados a cuatro aguas.

Era un paisaje básico, con lo esencial para una vida primitiva que se resguardaba tras los muros de adobe, y en el mejor de los casos, de ladrillo. Nos encontramos con otro nivel de vida, lo cual no implicaba la palabra miseria. La vida era dura pero aún mantenía la suficiente generosidad para fidelizar a las gentes a sus pueblos. Eso sí, quien salía del lugar rumbo a la ciudad o a otros países ya no quería regresar. La población se había estancado como consecuencia de esa emigración constante.

Mientras avanzábamos contemplábamos niños en burro, paisajes semidesérticos, estampas que atraían al viajero y que mostraban una vida sin florituras y, en muchos casos, sin grandes esperanzas. Por supuesto, para ellos éramos una novedad, la atracción, un acontecimiento. Saludaban con cariño y sonreían. Éramos el regalo que sabían apreciar: extraños que se infiltraban en sus tierras.
El río serpenteaba y trazaba pequeños señuelos verdes. Todo parecía estable, como si nadie se atreviera a salir a aquel calor deslumbrante, aunque estuvieran acostumbrados al mismo, y no como nosotros.

Me afané en disparar la cámara, en buscar que el sol directo no perjudicara mis imágenes, las de la cámara y las de mi mente. La tierra ocre, a veces rojiza o gris, se incrustaba en la cabeza y uniformaba los recuerdos. Seguimos ascendiendo y disfrutando de la coctelera que era nuestro vehículo.

Poco antes de llegar a Langar se abría un profundo desfiladero limitado por hoscas rocas. Evidentemente, el río que lo había tallado había desaparecido por la sequía. En esa época era raro que lloviera. Ese sería uno de los objetivos de la tarde siguiente. Era espectacular y rompía la monotonía de montaña sin vegetación y pueblos ásperos. Paramos para observarlo con más calma.

En la zona había una mina de sal abandonada que aun mostraban los lugareños a los visitantes.

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