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Uzbekistán 20. La doctrina del amor: el sufismo.


Aquel que en el mundo tiene un trozo de pan
y tiene un nido para cobijarse,
de nadie es servidor, ni es amo de nadie.
Dile: por tu vida sé alegre, que puedes gozar.

Rubai de Omar Jayyam.

Tamerlán “trasladó el centro del islam de rasgos persas hacia el este”, -leí en El islam. Arte y arquitectura. Además de ese desplazamiento buscó también “unir la yasa mongola (las leyes de la estepa) con la sharia islámica-continuaba-y se presentó, a pesar de ser suní, como protector de los chiítas, hacia los que se inclinaban algunos de sus descendientes”. Fueron los sufíes los que convirtieron a las poblaciones nómadas de Asia, por lo que parece lógico que Tamerlán sintiera una gran simpatía por esta tendencia islámica. El islam de los ulemas, doctores doctrinales, se fusionaba con “el islam popular, con sus sufíes y derviches, sus cultos locales a santos, adivinaciones, interpretaciones de sueños y cálculos astrológicos”. Adaptar cultos ajenos al islam profundamente arraigados era más útil para la expansión de esta religión.
Habíamos contemplado janakas, lugares de reunión de las comunidades sufíes, habíamos visitado mausoleos en el viaje que acogían a santos de esta tendencia y que se habían convertido en lugares de peregrinación o, al menos, de culto. Los soberanos, tanto los timúridas como los anteriores y posteriores, habían mostrado su respeto por esta tendencia y habían procurado atraerla, aunque tanto los ulemas como los sufíes debían sumisión exclusiva a Dios y procuraban mostrarse alejados del poder. Si el soberano quería entrevistarse con un santón sufí se debía desplazar hasta la residencia del mismo y mostrar su humildad acudiendo a su sencilla morada.
La mayoría de las grandes religiones que terminan por institucionalizarse acaban desarrollando una tendencia esotérica contraposición a la exotérica basada en el cumplimiento de las reglas o rituales impuestos por una jerarquía El sufismo sería esa tendencia de la devoción humana que potenciaba la disposición interior con que el creyente realiza su profesión de fe.
Su nombre procedía de suf, lana, el tejido con el que fabricaban sus vestidos estos místicos en un claro voto de pobreza. En muchos aspectos recordaban a las órdenes mendicantes, a las tendencias (que muchas veces fueron calificadas como herejías) que potenciaban una vía interior o camino espiritual hacia Dios, una relación directa al margen de doctrinas y jerarquías. Como éstas solían organizarse mejor que aquéllas, y era habitual que impusieron su criterio y prohibieran las tendencias esotéricas, en el mundo musulmán los místicos quedaron marginados. Los ulemas vieron peligrar su posición como intérpretes y garantes de la fe verdadera y se movilizaron para neutralizarlos.
La división no llegó a la ruptura gracias a Al-Ghazzi (muerto en 1111) que supo detectar la insuficiencia del rigorismo de los teólogos para satisfacer las ansias de su espíritu. Ello le llevó a mirar hacia el misticismo: “Comprendí que la vía mística completa-leí en el Atlas cultural del islam- incluye tanto la creencia intelectual como la actividad práctica; la última consiste en ir liberándose de los obstáculos de uno mismo y despojarse de las características bajas y de las costumbres viciosas de modo que el corazón pueda alcanzar la libertad de lo que no es Dios y al recogimiento constante en El”.
La introspección se enfrentaba a la erudición. Pero esa búsqueda hacia la iniciación necesitaba también de un componente intelectual, del estudio, de otras referencias. El proceso de negación de sí mismo para un conocimiento intensificado de Dios no era incompatible con el saber acumulado por siglos de estudio. De esta forma, los místicos buscaron en la sharia, la ley musulmana, y los ulemas se impregnaron de misticismo.

En su estadio final, el sufí buscaba la aniquilación de sí mismo para quedar absorbido por Dios, en una comunidad con el ser superior, como expresó Rumí en su poema Rendición:
Nada es eterno en el amor, salvo tu vino,
no hay más razón para entregarte mi vida, que perderla.
Yo dije: “Quiero conocerte y desaparecer después”
y ella me respondió: “Conocerme no significa morir”.

Ese acercamiento se obtenía mediante el éxtasis y éste mediante el canto, la danza o escuchar música. Aún recuerdo a los derviches giratorios interpretando su danza en Konia, el lugar principal de la orden de Mewlana, el poeta persa Jalal al-Din Mohammad Balkhi, conocido como Rumí. La poesía fue uno de los instrumentos que utilizaron los sufíes para difundir la doctrina de la unidad del ser. La poesía de Rumí, que había disfrutado en una edición de Deepak Chopra traducida al español, o la de Hafaz o Yami, me recordaban en ocasiones a la de nuestros místicos del Siglo de Oro Santa Teresa o San Juan de la Cruz. Los místicos cristianos influyeron en el islam de los primeros siglos de existencia y devolvían esa influencia siglos después. Quizá por ello nos era tan cercana esta doctrina.
Los españoles no éramos ajenos a las aportaciones al sufismo. Uno de sus máximos exponentes nació en Murcia y vivió y viajó a caballo de los siglos XII y XIII: Ibn al-Arabi. Hace años leí su obra Las iluminaciones de La Meca y me dejé empapar por sus palabras. Difundió el pensamiento panteísta y consideró que todos los fenómenos eran manifestación de un ser único, el cual es uno con Dios. Era una doctrina muy arriesgada en su época.

El jeque o maestro sufí congregaba a un grupo de discípulos que sentían auténtica veneración por su jefe espiritual. Esa veneración podría incluso ir más allá de la sharia, incumplir la misma por seguir al maestro. El jeque transmitía su vía de aproximación a Dios. Los discípulos la difundían. Podían venir desde cualquier extremo del islam para ese aprendizaje (como también ocurría con los ulemas y la sharia) o seguir al jeque en sus viajes y peregrinaciones. Algunos adoptaron prácticas religiosas populares. Esa secuencia de sucesores se denominó silsila.
Hubo centenares de órdenes sufíes, cada una con sus peculiaridades. Las hubo urbanas, más próximas a los ulemas, y rurales. Las más importantes en Asia central fueron la Naqshbaniya, con centro en Bujara, fundada por Muhammad Baha al-Din al-Naqshbandi (1318-1389), y la Kubrawiya, en Jiva, fundada por Nijm al-Din Kubra (1145-1221). También la Qadiriya, con centro en Bagdad.
Los nombres de los santones nos salieron al paso en el viaje, como Makhdum-i-Azam, descendiente del Profeta, venerado en Turkestán y muerto en Kashgar en 1540. O Shaikh Ahmad Yasavi, cuyo mausoleo fue erigido por Tamerlán. O Khor-Kut, un santo kirguis.

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