Aquel que en el mundo
tiene un trozo de pan
y tiene un nido para
cobijarse,
de nadie es servidor, ni
es amo de nadie.
Dile: por tu vida sé
alegre, que puedes gozar.
Rubai de Omar Jayyam.
Tamerlán “trasladó el centro del
islam de rasgos persas hacia el este”, -leí en El islam. Arte y arquitectura. Además de ese desplazamiento buscó
también “unir la yasa mongola (las
leyes de la estepa) con la sharia
islámica-continuaba-y se presentó, a pesar de ser suní, como protector de los
chiítas, hacia los que se inclinaban algunos de sus descendientes”. Fueron los
sufíes los que convirtieron a las poblaciones nómadas de Asia, por lo que
parece lógico que Tamerlán sintiera una gran simpatía por esta tendencia islámica.
El islam de los ulemas, doctores doctrinales, se fusionaba con “el islam
popular, con sus sufíes y derviches, sus cultos locales a santos,
adivinaciones, interpretaciones de sueños y cálculos astrológicos”. Adaptar
cultos ajenos al islam profundamente arraigados era más útil para la expansión
de esta religión.
Habíamos contemplado janakas, lugares de reunión de las
comunidades sufíes, habíamos visitado mausoleos en el viaje que acogían a
santos de esta tendencia y que se habían convertido en lugares de peregrinación
o, al menos, de culto. Los soberanos, tanto los timúridas como los anteriores y
posteriores, habían mostrado su respeto por esta tendencia y habían procurado
atraerla, aunque tanto los ulemas como los sufíes debían sumisión exclusiva a Dios
y procuraban mostrarse alejados del poder. Si el soberano quería entrevistarse
con un santón sufí se debía desplazar hasta la residencia del mismo y mostrar
su humildad acudiendo a su sencilla morada.
La mayoría de las grandes
religiones que terminan por institucionalizarse acaban desarrollando una
tendencia esotérica contraposición a la exotérica basada en el cumplimiento de
las reglas o rituales impuestos por una jerarquía El sufismo sería esa
tendencia de la devoción humana que potenciaba la disposición interior con que
el creyente realiza su profesión de fe.
Su nombre procedía de suf, lana, el tejido con el que
fabricaban sus vestidos estos místicos en un claro voto de pobreza. En muchos
aspectos recordaban a las órdenes mendicantes, a las tendencias (que muchas
veces fueron calificadas como herejías) que potenciaban una vía interior o
camino espiritual hacia Dios, una relación directa al margen de doctrinas y
jerarquías. Como éstas solían organizarse mejor que aquéllas, y era habitual
que impusieron su criterio y prohibieran las tendencias esotéricas, en el mundo
musulmán los místicos quedaron marginados. Los ulemas vieron peligrar su
posición como intérpretes y garantes de la fe verdadera y se movilizaron para
neutralizarlos.
La división no llegó a la
ruptura gracias a Al-Ghazzi (muerto en 1111) que supo detectar la insuficiencia
del rigorismo de los teólogos para satisfacer las ansias de su espíritu. Ello
le llevó a mirar hacia el misticismo: “Comprendí que la vía mística
completa-leí en el Atlas cultural del
islam- incluye tanto la creencia intelectual como la actividad práctica; la
última consiste en ir liberándose de los obstáculos de uno mismo y despojarse
de las características bajas y de las costumbres viciosas de modo que el
corazón pueda alcanzar la libertad de lo que no es Dios y al recogimiento
constante en El”.
La introspección se enfrentaba a
la erudición. Pero esa búsqueda hacia la iniciación necesitaba también de un componente
intelectual, del estudio, de otras referencias. El proceso de negación de sí
mismo para un conocimiento intensificado de Dios no era incompatible con el
saber acumulado por siglos de estudio. De esta forma, los místicos buscaron en
la sharia, la ley musulmana, y los
ulemas se impregnaron de misticismo.
En su estadio final, el sufí
buscaba la aniquilación de sí mismo para quedar absorbido por Dios, en una
comunidad con el ser superior, como expresó Rumí en su poema Rendición:
Nada es eterno en el
amor, salvo tu vino,
no hay más razón para entregarte
mi vida, que perderla.
Yo dije: “Quiero
conocerte y desaparecer después”
y ella me respondió:
“Conocerme no significa morir”.
Ese acercamiento se obtenía
mediante el éxtasis y éste mediante el canto, la danza o escuchar música. Aún
recuerdo a los derviches giratorios interpretando su danza en Konia, el lugar
principal de la orden de Mewlana, el poeta persa Jalal al-Din Mohammad Balkhi,
conocido como Rumí. La poesía fue uno de los instrumentos que utilizaron los
sufíes para difundir la doctrina de la unidad del ser. La poesía de Rumí, que
había disfrutado en una edición de Deepak Chopra traducida al español, o la de
Hafaz o Yami, me recordaban en ocasiones a la de nuestros místicos del Siglo de
Oro Santa Teresa o San Juan de la Cruz. Los místicos cristianos influyeron en
el islam de los primeros siglos de existencia y devolvían esa influencia siglos
después. Quizá por ello nos era tan cercana esta doctrina.
Los españoles no éramos ajenos a
las aportaciones al sufismo. Uno de sus máximos exponentes nació en Murcia y vivió
y viajó a caballo de los siglos XII y XIII: Ibn al-Arabi. Hace años leí su obra
Las iluminaciones de La Meca y me
dejé empapar por sus palabras. Difundió el pensamiento panteísta y consideró
que todos los fenómenos eran manifestación de un ser único, el cual es uno con
Dios. Era una doctrina muy arriesgada en su época.
El jeque o maestro sufí
congregaba a un grupo de discípulos que sentían auténtica veneración por su
jefe espiritual. Esa veneración podría incluso ir más allá de la sharia, incumplir la misma por seguir al
maestro. El jeque transmitía su vía de aproximación a Dios. Los discípulos la
difundían. Podían venir desde cualquier extremo del islam para ese aprendizaje (como
también ocurría con los ulemas y la sharia)
o seguir al jeque en sus viajes y peregrinaciones. Algunos adoptaron prácticas
religiosas populares. Esa secuencia de sucesores se denominó silsila.
Hubo centenares de órdenes
sufíes, cada una con sus peculiaridades. Las hubo urbanas, más próximas a los
ulemas, y rurales. Las más importantes en Asia central fueron la Naqshbaniya,
con centro en Bujara, fundada por Muhammad Baha al-Din al-Naqshbandi
(1318-1389), y la Kubrawiya, en Jiva, fundada por Nijm al-Din Kubra
(1145-1221). También la Qadiriya, con centro en Bagdad.
Los nombres de los santones nos
salieron al paso en el viaje, como Makhdum-i-Azam, descendiente del Profeta,
venerado en Turkestán y muerto en Kashgar en 1540. O Shaikh Ahmad Yasavi, cuyo mausoleo
fue erigido por Tamerlán. O Khor-Kut, un santo kirguis.
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