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Uzbekistán 19. Curiosidades al atardecer: familias, bodas y algo más


Tras la visita a la mezquita nos acercamos al mercado municipal. Presentaba unos rasgos muy similares al de la capital y, como aquél, no era tan espectacular como el de otras ciudades musulmanas, pero era bastante auténtico. Estaba organizado por productos, todos bien presentados y atractivos para el comprador. Los puestos los atendían buenos vendedores, mujeres con sus pañuelos en la cabeza y hombres que chapurreaban español de una forma sorprendente. Es increíble que en todos los mercados, zocos y bazares encuentres gente que habla un español más que decente, aunque se centre en los equipos de fútbol, sus estrellas y algún aspecto más. Al final, ganan tu confianza para venderte el producto. Son grandes profesionales. Además, te regalan enormes risotadas.

Al haber cumplido nuestros objetivos monumentales nos sentimos más relajados para disfrutar de la ciudad como los propios lugareños, como esas amplias familias que paseaban por los parques o acompañaban a los niños mientras jugaban. Era el momento de tomar un té sentados en uno de esos camastros que eran habituales en todos los lugares visitados y que incitaban más a tumbarse que a sentarse.

Comentando entre nosotros, nos volvió a resultar curioso o cómico que se quisieran fotografiar con nuestro grupo, cuando en muchas ocasiones los locales suelen ser reacios a posar para las cámaras o a salir en una imagen más o menos robada. Aquí era al contrario. Que se lo dijeran a Javier, que con sus amplias barbas había causado sensación. Las familias se paraban, saludaban y, de la mejor forma que podían, pedían hacerse una foto. Rodeaban a algunos, se alineaban, designaban al artista con cámara y sonreían con una gran ilusión.

No era fácil charlar con ellos, no porque fueran cerrados o poco comunicativos. La gente mayor no hablaba inglés y, desde luego, nada de español. Sabían ruso, herencia de tiempos pasados. Los que controlaban un poco el inglés eran los más jóvenes. Lo aprendían en el colegio. A los estudiantes les hacía ilusión practicar con nosotros y llevarse un recuerdo de aquellos pintorescos turistas que éramos.

En Shah-i-Zinda hubo una escena bastante graciosa. Valejon nos había situado a la sombra para una explicación y allí estábamos todos concentrados para descifrar su discurso. Poco a poco se fue acercando un señor ya cincuentón. Lo hacía de forma taimada, como para una acción secreta. No se decidía a ponerse totalmente encastrado en el grupo, a lo que le animaban sus amigos. Nos fuimos despistando de lo que decía Valejon y nos concentramos en aquel avance hasta que le pedimos al hombre que se pusiera entre nosotros, invitamos al resto y acabamos haciendo fotos de todos. Casi nos hicimos amigos.

Otro elemento que nos llamó la atención, y sobre el que volvimos mientras sorbíamos el té, fue la presencia de parejas de novios en los monumentos. Debía ser una costumbre hacerse un reportaje con acompañados del observatorio de Ulug Beg, la plaza Registán y otros lugares emblemáticos. En los mausoleos, por muy espectaculares que fueran, no encontramos a ninguna pareja. Ellas llevaban hermosos trajes blancos que arrastraban con donaire por los suelos turísticos. Eran un espectáculo cotidiano. Valejon nos comentó que una boda podía suponer una fortuna para las familias ya que los invitados podían asecender a entre 150 y 400. La gente pugnaba por preparar la fiesta más vistosa, que duraba un día entero. Empezaban en el registro civil, continuaba en la mezquita y se prolongaba en el convite. El novio debía dar tres vueltas al fuego cargado con la novia. Era una costumbre zoroastriana.
Es evidente que la familia se mantenía como una institución central en la sociedad uzbeka. Quizá fuera otro rasgo de la socialización soviética adaptado a un país tradicionalmente musulmán. Se veía poca gente sola y no recuerdo a gente solitaria en espacios públicos, salvo quienes acudían a orar en lugares religiosos.

Llegó la hora de cenar y nos enfrentamos al difícil ritual de pedir la comida. Con algo de buena voluntad y un poco de suerte logramos pedir unos platos sabrosos y prolongar la charla. Tanto, que nos retrasamos para acudir nuevamente a la plaza Registán para contemplarla en traje de noche. Sólo Luisa y Jordi llegaron a tiempo.

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