Al rayar el alba de la
dicha
me besaste por tres veces
haciéndome despertar
a este momento de amor.
(De El despertar, de
Rumí).
Soñé que me asomaba a una
extraña copa. Extraño, porque uno no se asoma a una copa sino que la toma en
sus manos y bebe su contenido, como tantas veces había aconsejado Omar Jayyam
en sus rubayat. Pero aquella no era
una copa cualquiera ya que en su contenido se veía el universo. Bueno, al
menos, diversos lugares que se sucedían como imágenes de un documental y
mostraba lugares, personas, costumbres, estampas cotidianas y mucho más con una
realidad inimaginable. Con una copa así no sería necesario dejar viajar porque
la copa trasladaría fielmente a los lugares.
Remoloneé un rato hasta que
comprobé que todos mis compañeros estaban en pie. Era el único al que se le
habían pegado las sábanas. Cuando las abandoné, con cierto cansancio y un
pequeño complejo de culpa por retrasarme, comprobé que los demás vagaban por la
galería sin saber muy bien qué hacer. Se borró el complejo de un plumazo, tomé
la toalla y bajé a realizar mis abluciones. Había overbooking así que aproveché para pegar la hebra con unos y con
otros. Es bueno socializar a primera hora.
Estaba programado levantarnos a
las 6 para iniciar nuestra excursión por la montaña a las 7. Sin embargo, hasta
un poco antes de las 7 no subieron el desayuno. Tomé una taza, puse café y miré
en su interior por si esa taza poseía los poderes de la copa de mis sueños.
Nada. Cuando la consumí miré los posos, como si allí fuera a encontrar
respuestas, como un pitoniso. Nada. Estaba claro que no disponía de los
instrumentos adecuados ni de los poderes de Jamshid para ver el universo o
adivinar el futuro. No obstante, nuestro futuro inmediato estaba claro.
Soy un urbanita clásico aunque
siempre me ha gustado el campo, la montaña y las caminatas. Me prodigo poco, es
cierto. Entre mis compañeros había auténticos expertos, como Iluminada y
Javier, o grandes aficionados, como las chicas Encarta, Luisa y Jordi o Ricard.
Se notó en cuanto sacaron el equipo, el calzado adecuado, los bastones, o un
botiquín de campaña que hubiera sido la envidia de los de las COEs. Mi calzado
estaba ya gastado, carecía de bastones pero estaba cargado de ilusión.
Empezamos la caminata a las 8. Quizá
esa hora de más nos perjudicó a lo largo del día. A esa hora las sombras eran
violentas y el sol parecía preparado para devorarnos a su debido tiempo. Desde
luego, el frescor era inexistente y no se intuía una sola nube que nos
protegiera temporalmente de la acción inclemente del sol cuando se consolidara
en el cielo. Las sombras alargadas del amanecer, que nos hubieran protegido,
fueron acortándose con la elevación del sol. No recuerdo momentos de frescor.
A aquella hora el pueblo estaba
a pleno rendimiento. La actividad en las calles empinadas y sin asfaltar era
moderada. Sobre todo nos cruzamos con señoras y niños. Los hombres quizá
estaban en el campo. Desde luego, no había aglomeraciones. Despertábamos una
lógica curiosidad. Aún éramos una novedad para esas gentes.
Nuestro contacto con el mundo
rural de este país fue escaso. En muchos casos, pasaba rápidamente ante la
ventana de nuestro vehículo en nuestros traslados entre ciudades. Javier
comentó que hubiera estado bien dedicar el día a mezclarnos con la gente del
pueblo, visitar al panadero, observar cómo hacía el pan, o acompañar a algún
campesino en las labores de la tierra (con permiso del sol y del calor),
acercarse a los lugares donde ejercían los trabajos tradicionales, dar un salto
hacia el pasado y comprobar cómo era la realidad de quienes habitaban en estas
zonas. Quizá al organizar un viaje a Uzbekistán sería conveniente plantearse
esta opción.
Atravesamos las calles en cuesta
y al poco tiempo habíamos dejado atrás las casas. La vista se extendía por el
valle. Las montañas aparecieron completamente peladas, una suerte de desolación
vegetal. La línea de árboles ofrecía un fuerte contraste. Casi todas las casas
habían adoptado un árbol cerca de sus muros para que las bendijeran con sus
sombras.
Se fueron sucediendo estampas
bucólicas, curiosas y pintorescas. Una señora de mediana edad acompañaba
nuestros pasos. Su piel estaba curtida, se cubría la cabeza con un pañuelo y lucía
un vestido con un estampado de bucles. Detrás la acompañaba un chaval subido a un
burro, quizá su hijo, con unas alforjas llenas. Animaba al animalillo con un
palo que utilizaba sin violencia. Ofreció su montura y se animó a subir Iluminada.
El burro era la cabalgadura más habitual y útil. Casi había desaparecido de
nuestros pueblos mientras que aquí era abundante.
Las casas eran básicas, al menos
externamente. Las paredes eran de adobe y los techos de paja. Compartían el
color con el resto del paisaje, de tonalidades de arena. Después de aquellas
casas cesaba el pueblo y los árboles. Nos cruzamos con otros vecinos de otra aldea,
más arriba. Uno de ellos disfrutaba de las comodidades del burro.
Continuará...
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