Antes de que el islam se
impusiera como la religión más preeminente de Asia central convivieron varias
religiones en ese mismo ámbito territorial con avances y retrocesos de
diferentes credos.
Quizá la más extendida y la
menos conocida por nosotros sea la religión zoroastriana, alumbrada por
Zoroastro o Zaratustra, un profeta persa (nacido en Jiva) que vivió hacia el
año 1000 a. C. y que propugnaba una doctrina de lucha entre el bien y el mal. El
universo se dividía en dos principios, Ahura Mazda, o la sabiduría que ilumina,
y su antitético, Angra Mainlu, el espíritu hostil. Ambos principios estaban en
continuo conflicto.
La división entre fuerzas
benévolas y malévolas se trasladaba a todos los aspectos de la vida, como la
clasificación de los animales. Los rituales de purificación eran esenciales,
principalmente a través del fuego, como mantiene Peter Frankopan. Esta religión
fue utilizada por la dinastía Sasánida, que ascendió al poder en el primer
tercio del siglo III d. C. y que tuvo una clara expansión a partir del 224 d.
C., fecha en que es entronizado Ardashir I. Esta nueva dinastía buscaba su
identidad reivindicando la grandeza del imperio persa del pasado, aquel de Ciro
y Darío, y buscará en la religión vigente en aquella época su consolidación.
Ello supuso una ruptura con la tradicional tolerancia religiosa, la destrucción
de stupas budistas y las
persecuciones de otros cultos. La cultura militarista que se deduce de esa
constante lucha entre contrarios impuso la idea de la revitalización del
imperio. El orden y la disciplina calaron en la reforma administrativa.
Eran tiempos de expansión de
varios cultos. El cristianismo se filtraba tanto hacia el Mediterráneo como
hacía Asia central o la India. El budismo caminaba con fuerza por toda Asia e
incluso por el Mediterráneo. Los judíos se extendían hacia Etiopía, Yemen, Asia
Menor o el norte de África. La competencia entre religiones era enorme y el
apoyo del poder temporal era esencial para su consolidación. Los zoroastrianos
se posicionaron junto al poder y tomaron el control a costa de otros credos,
que fueron calificados como demoniacos.
La religión budista, surgida en
el siglo VI a. C. en la India, y otro de los credos en pugna, tuvo una especial
reacción a consecuencia de la conquista de Alejandro Magno y la introducción de
las ideas griegas. Los dirigentes locales tuvieron que decidir entre tolerar su
aparición, erradicarlo, adaptarlo o promoverlo. En el siglo II a. C., Menandro,
descendiente de los hombres de Alejandro, decidió promoverlo tras ser
convencido para seguir el nuevo camino bajo la intercesión e inspiración de un
monje de gran inteligencia, compasión y humanidad, cualidades poco abundantes
en la zona en aquel tiempo.
En Europa, tras un tiempo en que
los cristianos fueron perseguidos por el imperio romano, como durante el
periodo de Diocleciano, a finales del siglo III y principios del siglo IV de
nuestra era, en el 312 se produjo la conversión de Constantino. El imperio no
cambió de forma inmediata ya que continuaron los cultos tradicionales. Se
fueron prohibiendo algunos aspectos habituales en la vida de Roma, como los
espectáculos sangrientos o la condena a la arena, que fue sustituida por el
trabajo en las minas.
Mucho antes de que se produjera
la conversión de Europa, el cristianismo se extendió por oriente con inusitada
fuerza, alcanzando hasta lugares de la península arábiga –con la conversión del
rey de Yemen- o el este de China. Esta expansión, recordaba Frankopan, ha sido
ignorada en el mundo occidental durante mucho tiempo. Los cristianos luchaban
por los mismos fieles con judíos, budistas y zoroastrianos.
Las luchas entre las diferentes
creencias fueron altamente políticas. Se luchaba en el campo de batalla -la
guerra santa-, en las mesas de negociación, para captar a un rey que impusiera
esa religión como la del estado, o demostrando la supremacía cultural como la
bendición de Dios. El cesaropapismo era evidente y sin el apoyo oficial era
imposible la expansión del credo. Los reyes veían reforzada su autoridad a
través de la intercesión de la religión y su clero.
Judíos y cristianos mantuvieron
una intensa tensión. Los judíos atacaban la doctrina cristiana, como se refleja
en el Talmud de Babilonia, donde se ridiculiza a la Virgen o la resurrección.
La conversión del rey de Himyan, en la actual Arabia Saudí y Yemen, provocó
persecuciones y matanzas y la expansión militar etíope que cruzó el Mar Rojo
para deponer al rey que perseguía a los cristianos.
Las buenas noticias para los
cristianos del oeste fueron un desastre para los del este. Constantino se
adjudicaba el papel de protector de todos los cristianos, cualquiera que fuera
el lugar donde vivieran, incluido Persia, el enemigo. En la década de 330 d. C.
se extienden los rumores de que Constantino va a lanzar una campaña contra su
archienemigo. El emperador mandó una carta a Shapur II en la que instaba al Sha
a proteger a los cristianos. Lo que debía interpretarse como un amable consejo
se interpretó como una amenaza.
Al mismo tiempo, el rey de
Georgia (el rey Tiridates III de Armenia ya se había convertido al
cristianismo) tuvo una epifanía tan colorida como la de Constantino. Por ello,
la ansiedad se convirtió en pánico y Shapur II lanzó una campaña contra el
Cáucaso, depuso al rey y le sustituyó con un títere. La reacción de Constantino
fue organizar una campaña contra los sasánidas, pero murió antes de su inicio.
El emperador persa tomó represalias contra los cristianos, ejecutó al menos a dieciséis
obispos y cincuenta sacerdotes y a millares de fieles cristianos que fueron
considerados como quinta columnistas que colaboraban Roma para la captura de
Persia.
Aquella animadversión hacia los
cristianos fue dulcificándose a medida que los conflictos entre Roma y Persia
se fueron reduciendo. El siglo IV d. C. supuso el repliegue de Roma a
consecuencia de las conquistas de Persia en el límite oriental del imperio. Pero
lo que unió a ambas potencias fue un peligro común: los hunos. La
neutralización de los pueblos de la estepa devolvió la tolerancia religiosa.
En el siglo IV d. C. se asiste a
un cambio climático que tendrá importantes consecuencias: avanzarán los
glaciares de Tien Shan, aparecerá la malaria en el mar del Norte, el mar de Aral
verá alterada su salinidad. Provocará carencias en muchos ámbitos geográficos y
desplazamientos de tribus hacia lugares más favorables. También la unificación
de las tribus desde Mongolia hasta las estepas del este de Europa que desplazarán
a unos y atacarán a los poderosos.
Pueblos considerados bárbaros,
como externos al imperio, se irán asentando en la frontera del Danubio buscando
entrar en los dominios de Roma en busca de una nueva vida. En el este,
penetrarán por el Cáucaso y provocarán razias en Siria, Asia Menor y
Mesopotamia. Será el momento en que ambos imperios buscarán la colaboración. El
enemigo lo imponía. Como primera medida, se construirá un muro, al estilo del
de Adriano en Inglaterra o del que ya habían iniciado siglos antes los chinos
en el norte. Atravesará el Cáucaso entre el mar Negro y el mar Caspio con unas
125 millas de extensión.
El Sha promovió concilios para
la unificación del cristianismo del este, que se había ido alejando del
occidental desde el concilio de Nicea de 325, al que no fueron invitados los
obispos de Persia o de territorios que estuvieran fuera del imperio romano. Se
celebraron concilios en Persia en 420 y 424. El obispo de Seleucia-Ctesifonte
tuvo la preeminencia en todo el imperio persa.
El concilio de Calcedonia de 451
estableció una nueva definición de la fe cristiana que debiera ser aceptada por
los cristianos en cualquier lugar del mundo. El que no cumpliera sus dictados
quedaría fuera de la Iglesia, lo que enfureció a los cristianos del este. La
escuela de Edesa, el punto central de la iglesia oriental, empezó a generar sus
textos, vidas de santos y consejos en siriaco, persa o sogdiano para estar más
cerca de sus fieles. En occidente, el idioma oficial era el griego
En 553, Justiniano convocó otro
concilio ecuménico para acercar posturas, sin conseguirlo. Otros emperadores lo
intentaron sin éxito. Algunos prohibieron las discusiones sobre temas
religiosos para evitar ese elemento desestabilizador.
A pesar de todo ello, el
cristianismo se expandió por las estepas, hasta Sri Lanka o Yemen. Las grandes
ciudades como Basora, Mosul, Tikrit, Merv o Kashgar tenían importantes
poblaciones cristianas. También Samarcanda y Bujara.
La expansión llevó consigo los
préstamos doctrinales entre religiones. Quizá los más peculiares fueron los
obtenidos del budismo, que llevó a algún autor de la época a afirmar una fusión
en la práctica de ambas religiones. Del budismo tomarán la importancia de las
reliquias para demostrar las declaraciones de fe. Los templos en cuevas
tratarán de evocar y reforzar el mensaje espiritual y aparecerán junto a las
rutas comerciales uniendo la idea de santuario y divinidad con la de viaje y
comercio. Los mejores ejemplos están en Ellora, Elefanta o Bamiyan, en
Afganistán.
Cuando la conquista espiritual
de Asia por el cristianismo parecía imparable, irrumpió con fuerza el islam.
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