Durante la siesta me entretuve
leyendo algunos rabayat de Omar
Jayyam y luego releí algunas notas que había recopilado durante el viaje y
antes de salir de Madrid. Esas lecturas previas me habían llevado a una
conclusión que se fue afianzando a lo largo del viaje y posteriormente: la
historia de Uzbekistán estaba muy vinculada al elemento persa.
El poderoso vecino del sur había
irradiado ideas, cultura, economía y, cómo no, dominio sobre toda Asia central.
Uzbekistán no había quedado exento de esa poderosa influencia. Por eso, cuando
empecé a estudiar el país me encontré con que debía de particularizar en
diversas épocas cómo se había articulado esa relación.
Una prueba la encontré en el
propio Omar Jayyam. Había seguido su rastro en el libro de Amin Maalouf Samarcanda. El título era
suficientemente significativo ya que el poeta persa se había movido por este
territorio uzbeko que estaba dominado por la cultura persa en aquellos momentos
del siglo XI. Después vendrían las invasiones turcas, las mongolas, el
desplazamiento de los timúridas por los Shaybánidas uzbekos.
Hice la prueba con otros
personajes que eran calificados como persas pero que habían nacido en el actual
territorio uzbeko y aquí habían desarrollado toda o parte de su vida y de su obra,
como Ibn Siná (Avicena), Al-Farghani, Al-Biruni o Al-Jorezm. Realmente, el
ámbito islámico se convirtió en un espacio abierto donde los intelectuales
viajaban desde al-Andalus hasta la India en busca del saber y a la sombra de
emires, sultanes y califas que se encontraban unificados hasta cierto punto por
su religión.
La historia antigua también
abonaba este razonamiento. El imperio Aqueménida abarcaba el territorio de
Transoxiana. Cuando Alejandro Magno depuso ese imperio conquistó Bactria y
Sogdiana, se casó con una princesa local, Roxana, tuvo un episodio trágico en
Samarcanda, y dejó huella en su territorio, como la dejaron sus generales, que
se repartieron las tierras. La historia es una sucesión de movimientos de
unificación y desagregación, centrípetos y centrífugos, de aparición de
imperios y de victoria de los particularismos. Y en todas esas etapas el
elemento persa crecía o se disolvía sin desaparecer en ningún momento.
Partos y medos mantuvieron su
dominio hasta que los árabes los relevaron en el siglo VIII. Los omeyas no
tomaron demasiado en consideración el elemento persa: primaron el árabe y el
local. Sin embargo, el elemento persa vuelve a entrar con fuerza con los
abasidas, a mediados del siglo VIII, desplazando la capital de Damasco a
Bagdad, cerca de las ruinas de la antigua capital de los persas, Ctesifonte. En
el siglo IX se revitaliza y expande.
En 1010, la dinastía samánida, descendiente
de los sasánidas, es derrotada por los gaznavíes de origen turco. A caballo de
ambas dinastías vivirá Firdusi (o Ferdosi), el autor de El libro de los Reyes, la gran epopeya persa que refleja esa
tensión entre elementos persas y de otros componentes de Asia central.
Por cierto, Yahan, la amante de
Jayyam, opinaba en Samarcanda que el rubai, forma de la poesía persa, era una
forma menor y la trataba con desdén. Para ella era vulgar, demasiado ligera,
propio de los poetas de los bajos fondos. A mí me gustó desde el primer momento
por su brevedad y contundencia, por expresar un pensamiento o un sentimiento de
una forma tan eficaz como bella. Era espontánea y preciso, como los epigramas o
los haikus japoneses.
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