La comida uzbeka puede pecar de
monótona, aunque esa misma impresión la he vivido en múltiples viajes en que,
tanto el operador local como el propio viajero, restringen o se restringen en
la oferta culinaria para evitar males mayores, como el mal del turista u otras
enfermedades de las que nos han advertido en sanidad exterior, nuestro médico
de cabecera o la guía que hemos comprado. Esas prevenciones son lógicas y mejor
llevarse un recuerdo de monotonía que una mala experiencia para la salud.
Contaré mi experiencia, por supuesto, limitada.
Era muy habitual que antes de
servir el primer plato pusieron unas verduras o una ensalada para acompañar la
espera, que generalmente era bastante larga. Como en casi todos los
restaurantes ofrecían cerveza fría (mejor pedirla con el termino ruso piva, que con el tradicional beer inglés), corrías el riesgo de que
subiera el alcohol a la cabeza al tomarla en vacío. Aquí surgía la primera
disyuntiva ya que las verduras crudas y no cocidas, o las ensaladas, tienen
fama de ser uno de los transmisores más eficaces de enfermedades varias para el
sistema digestivo. Las servían con alguna especia y bien aliñadas, era raro que
picaran y si lo hacían era muy escasamente. Su aspecto era delicioso,
provocador, como la tentación del mal para que cayeras en brazos del maligno. Mi
criterio fue que los lugares a los que te llevaran los guías solían ser de
fiar. En cualquier otro restaurante mejor abstenerse, por mucho interés que
tengas en probar la eficacia de los fármacos de tu botiquín, como Fortasec o
Sulfintestín, que se encuentran entre mis favoritos. Probé esas verduras o
ensaladas en todos los restaurantes y mis compañeros me miraban con cara de “te
condenarás”, pero no sufrí ningún incidente. Eran muy sabrosas y refrescantes.
Me salvaron de empezar cogorza con el primer plato.
El primero solía ser una sopa:
rusa, de ravioles, con pasta, con arroz, con carne variada de vacuno, cordero o
pollo, verduras y cualquier otro ingrediente que se pudiera imaginar. El
caldillo era más bien escaso, no tanto por ahorrar sino por la cantidad de
ingredientes que flotaban o se hundían en su contenido. Por supuesto, patatas
cocidas, verdura y carne eran la base. Reconozco que les tomé cariño, incluso a
pesar de que le echaban una cantidad descomunal de cilantro. Otras variantes para
el primero podían ser unos raviolis, algo de pasta (al estilo italiano o al
asiático), unas empanadas como las giozas,
alguna ensalada y alguna sorpresa.
El problema principal solía ser
la identificación de los platos, ya que en la mayoría de los restaurantes la
carta estaba en uzbeko o en ruso, y en muchos, además, en cirílico. En los que
la tenían en inglés, tampoco se podía uno fiar ya que la descripción podía
limitarse a una traducción no siempre afortunada del nombre del plato, lo cual
te dejaba indiferente. Por ello, nuestro guía iba traduciendo la carta y, en
algunos casos, explicaba los ingredientes, que previamente le soplaba el
camarero. No todos estábamos atentos, con lo que había que repetir las
explicaciones, surgían dudas a las que había que contestar y dar aclaraciones.
Para el momento en que había que tomar nota, el carajal era tremendo. Quizá a alguno
que no había acompañado la cerveza con las verduras se le había subido a la
cabeza y desvariaba. Vamos, que la escena era un desmadre propio de los
hermanos Marx o de Martes y Trece en el sketch
de la empanadilla.
El segundo plato más popular era
el plov, o pilaf, el plato nacional por
excelencia. La base era arroz blanco hervido y sobre él un guiso de carne y
verduras que estaba bastante bueno, sabroso y potente. Los aditamentos eran
obra de cada uno de los cocineros y de lo que hubieran encontrado ese día en el
mercado. En caso de duda, me decantaba por el plov.
La alternativa más habitual eran
las brochetas, que combinaban carne y verduras, vacuno, cordero o pollo, con
cebolla, pimiento, tomate, calabacín, berenjena y, nuevamente, los designios
del mercado y el cocinero. La de carne picada estaba buena en todas partes.
También aconsejo las diversas variedades de kebab.
Otros platos de carne eran más arriesgados, aunque lo mejor era observar lo que
habían pedido otros comensales, si los hubiera. Pasta, raviolis y alguna otra
cosa completaban los menús. En ocasiones había platos de comida europea.
Para el postre, sandía o melón,
que siempre estaban buenos. Era impresionante la oferta de los mismos en los
puestos de carretera. Me hubiera gustado probar los legendarios melocotones
dorados de Samarkanda, que fascinaron a poetas y señores. Los albaricoques eran
de calidad. También las uvas.
Y, el omnipresente té (chay, verde o negro) para rematar la
faena.
0 comments:
Publicar un comentario