“Viajar nos hace felices”,
rezaba el título de un artículo de Lorena Pérez Martínez publicado en la
revista de la Mutualidad de la Abogacía de junio de 2018. “Comprar
“experiencias” como viajar nos proporciona mayor felicidad que adquirir bienes
materiales”, afirmaba. Nos hace sentir bien, recalcaba. Y no le faltaba razón.
Entre los bienes materiales y
las experiencias, se decantaba por éstas, como concluía Thomas Gilovich, un
estudioso de la Universidad de Cornell. “La anticipación de las experiencias
que vamos a vivir durante el viaje nos genera una sensación de felicidad mayor
que la anticipación propia de comprar objetos”. En mi caso, el deleite empezaba
con la preparación del viaje, la anticipación, vivirlo y luego recordarlo y
complementarlo al escribir un relato con esas experiencias y los datos y
lecturas que suceden al regreso. Como varias veces me han dicho, los viajes me
salen muy baratos ya que los disfruto durante mucho tiempo. Si dividiera el
coste por el número de horas en que está entretenida mi mente, el coste horario
sería ridículo.
Adiós al estrés. El viaje fortalecerá
mi corazón y activará mi cerebro: por eso, activo mi gen viajero.
Tenía curiosidad por conocer el
campo uzbeko y experimentar esa felicidad que me otorgaba la experiencia de
viajar por esa autopista de mercancías, ideas, personas y tendencias que
durante siglos había sido la Ruta de la Seda. Me gustaba más la denominación en
plural, como en el libro de Peter Frankopan, The Silk Roads, al que haré referencia en otras ocasiones, porque
realmente se desdoblaba en varios caminos que cruzaban Asia central. Evidentemente,
esa ruta había cambiado ostensiblemente y por donde circulaba nuestro autocar
era una carretera de asfalto de dos carriles, una autopista de peaje. Nuestro
destino era Samarcanda.
Realmente la experiencia queda
confusa en mi mente. Estábamos cansados, Valejon puso un documental en blanco y
negro con imágenes antiguas de Samarcanda y los barrios que se situaban a las
afueras de la capital no eran precisamente encantadores. Tomé pocas notas,
media docena de fotos y a punto estuve de eclipsarme en un sueño ligero, cuando
recordé un rubai de Omar Jayyam:
Me quedé dormido y un
sabio me dijo:
la rosa del gozo no
florece en quien está dormido.
¿Qué haces, tan semejante
a la muerte?
Bajo tierra hay que
dormir, bebe vino.
Con esa contundencia no pude por
menos que dedicarme a mis pensamientos y entretenerme con el paisaje que
cruzaba por el amplio ventanal por donde penetraban los rayos del sol con una
virulencia extrema.
Transitamos por una extensa
planicie de intensas tonalidades verdes causadas por los distintos cultivos,
principalmente algodón. El Syr Darya había permitido ese milagro, en conjunción
con una tierra fértil. La extensión de los regadíos, que se iniciaron en época
de los persas aqueménidas, y más recientemente por los soberanos del siglo
XVIII, había consolidado una agricultura que había permitido la subsistencia de
ciudades milenarias. En la zona había importantes reservas de agua, como el
pantano Chardara o los lagos Amasal, Tuzkan y Aydarkul. El Syr Darya era un río
ancho y plácido cuando lo cruzamos poco tiempo después de salir de Tashkent. El
Orexartes o Yaxartes grecorromano nacía por la confluencia del río Naryn,
procedente de las montañas Tien Shan, atravesando el valle de Fergana, y del
río Kara Darya. Los persas le dieron su actual nombre, que significaba el “Gran
nacarado”, por el color de sus aguas. Era uno de los cuatro ríos del paraíso,
el Sayhour. Algunos kilómetros después se desviaba hacia el norte y se internaba
definitivamente en Kazajistán. El río me recordaba a las lecciones de geografía
de mi infancia.
Marchamos casi en paralelo con
la línea de ferrocarril y la frontera. Si los mapas no mentían, después de la
ciudad de Syrdaria atravesamos una esquinita de Kazajistán y volvimos a
Uzbekistán en la ciudad de Gagarin, nombre de uno de los más ilustres
cosmonautas soviéticos, muy querido en estos países de Asia central.
Estábamos en territorio de la
antigua Sogdia, lugar de buenos comerciantes en la antigüedad. A ellos se debía
no sólo el movimiento de mercancías. También fueron difusores de varias de las
religiones que se disputaron a los fieles de la zona, como el budismo o el
cristianismo nestoriano. Al sur se encontraba la antigua Bactria, entre el
norte de Afganistán y el sur de Uzbekistán.
El camino nos convenció de la
extensión del regadío. Continuamente cruzábamos brazos del río o canales,
balsas y acequias. Desde el desvío de Termiz, hacia el sur, predominaba el
maíz. Y al borde de la carretera se sucedían los puestos de melones y sandías,
una constante en todo el país. También se aprovechaban de las obras de
ingeniería hidráulica las vacas y las ovejas, aunque la ganadería me pareció
que era un complemento a la agricultura.
Todo lo que necesitábamos estaba
al borde de la carretera. Se apreciaba un buen nivel económico. Desde luego, no
había miseria, los pueblos estaban bien pintados y los lugares estaban
cuidados. Quizá en todo ello habían influido las reformas liberalizadoras del
nuevo presidente, Shavkat Mirziyoyev, según leí en la web de la embajada de Uzbekistán
en Madrid. En un comunicado de prensa hacían hincapié en atraer inversiones
extranjeras. Aproximadamente el 60 % de la población aún vivía del campo. En 2017
visitaron el país algo más de dos millones de turistas, de los cuales cinco mil
fueron españoles, con una previsión para el 2018 de diez mil visitantes de
nuestro país. El problema era que las infraestructuras hoteleras eran
insuficientes y había que construir nuevas instalaciones. Había también un
fuerte déficit de formación profesional. Habían solicitado ayuda al Banco
Mundial para desarrollar la industria gasística y petrolera. En la actualidad, su
producción la vendían a Rusia para que ésta la incorporara a su red de oleoductos
y gasoductos con los que alimentaban las necesidades de Europa.
En la negociación de un nuevo
marco de cooperación con la Unión Europea, ésta había advertido de que tenía
que progresar en la defensa de los derechos humanos. Los avances habían sido
importantes, con la erradicación del trabajo infantil, la amnistía de presos de
conciencia, o la reducción del trabajo forzoso, que afectaba esencialmente a la
recogida del algodón, del que Uzbekistán era el tercer productor mundial. En
definitiva, les quedaban importantes retos en lo socioeconómico.
La única parada en nuestro viaje
a Samarcanda la causó una empresa española: Talgo. Como informaban en su web
corporativa, “desde 2011 el servicio Afrosiyab enlaza Tashkent con Samarcanda,
utilizando varias unidades del Talgo 250 diseñadas para circular por ancho de
vía ruso: se trata de los primeros trenes de alta velocidad de Asia central”.
Sin duda, “la forma más segura y cómoda de viajar”. Los 345 kilómetros que
separaban ambas ciudades podían realizarse en dos horas, mientras que
anteriormente tardaban tres horas y media. Nosotros tardamos casi cinco horas y
media. El tren continuaba hacia el sur, a Qarshi, y al oeste, hacia Bujara.
El paso a nivel no tenía
desperdicio: era bastante primitivo. Había una valla móvil, la barrera y unas
planchas ascendían del suelo para evitar incursiones no deseadas. Desde una
torre controlaba todo el guarda vías. Se formó una larga fila de vehículos que
vomitaban a sus ocupantes para estirar las piernas y hacer sus necesidades más
perentorias en el campo. El espectáculo del paso del Talgo dudó un instante. Los
once coches pasaron como una exhalación. Era maravilloso contemplar tecnología puntera
española en Asia central.
Regresaron los campos, alguna
breve montaña que limitaba el horizonte, canales y ríos, algunos tan anchos que
nos impresionaron. Empezaba a ocultarse el sol. Llegamos a Samarcanda de noche.
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