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Uzbekistán 8. Un poquito de herencia rusa y la plaza Independencia


El janato de Kokand fue fundado hacia 1700 por un descendiente de los Shaibanidas, Shah Rukh, que declaró la independencia del valle de Fergana, un territorio que actualmente se repartían Uzbekistán, Kirguistán y Tayikistán, fértil y bien poblado. Se afianzó a lo largo del siglo XVIII, pero en 1759 la China manchú conquistó el Turkestán oriental y tuvieron que reconocer su soberanía. En 1809, Tashkent pasó a formar parte de Kokand.
Unas décadas después irrumpirán los rusos, que en una campaña rápida y eficaz, en la que participó el general Konstantin von Kaufmann, anexionaron los territorios que hoy forman Uzbekistán y los otros países de Asia central que se independizaron a finales del siglo XX con la extinción de la Unión Soviética. Kaufmann no sólo fue un gran militar. También se preocupó por la cultura de los territorios adquiridos y fomentó la modernización del país con iniciativas como la creación de la biblioteca nacional.

Los designios de Google me llevaron una tarde de sábado de septiembre hasta el Album de Turkestan. Curiosamente lo encontré en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. El libro, en seis volúmenes, fue encargado por el general, que se convirtió en el primer gobernador del territorio en 1867 y conservó el cargo hasta su muerte en 1882. El libro, editado en 1872, tenía por objeto recopilar la información más fidedigna sobre estos países, sus gentes, su historia o sus costumbres, entre otros aspectos. Sin duda, el carácter enciclopédico buscaba el mejor conocimiento para un mejor gobierno. Ese general tan efectivo en el campo de batalla era también un gran humanista.
El libro iba acompañado de un enorme material fotográfico que mostraba el estado de muchos de los monumentos que visitamos. Quizá de él se habían extraído algunas de las fotografías antiguas en color sepia que habíamos admirado en museos, exposiciones, hoteles y restaurantes del país. También mostraba a sus gentes ataviadas de forma tradicional, tanto personas humildes, campesinos o artesanos, como señores de aspecto solemne y primitivo que habían venido a menos con la llegada de los nuevos dueños. Aquello tenía un enorme valor y me atrajo desde el primer momento.
Los rusos no se establecieron de forma temporal. La herencia arquitectónica que dejaron atestigua que veían a Uzbekistán, y al resto de los territorios del denominado Turkestán, como algo propio. Exiliados como el sacerdote polaco Justin Pranaitis o el Gran Duque Nikolai Romanov tomaron cariño a estas tierras y quedaron unidos a ella de forma definitiva. Al primero se debe la catedral del Sagrado Corazón de Jesús, católica, y al segundo el famoso palacio Romanov, que actualmente albergaba el Colegio de Abogados. Por supuesto, me hice una foto con su fachada al fondo.
Pranaitis llegó en 1902 después de dar tumbos por Asia central y acompañado de diversas acusaciones. Pero para los uzbecos fue quien inició la denominada Iglesia Polaca en 1912, con tan mala suerte que quedó paralizada en 1918 cuando los bolcheviques avanzaron para convertir esos territorios en lugares peleados con Dios. La Iglesia fue convertida en almacén, como otros templos, y no fue terminada hasta el año 2000. Tras la independencia se recuperó ligeramente la comunidad católica, aunque siguió siendo muy minoritaria.
Hacia finales del siglo XIX, luteranos alemanes trabajaban para el ejército ruso. En 1899 se inauguró la Iglesia Evangélica Luterana para dar servicio a esa colonia. Se edificó en estilo neogótico, el predominante en Centroeuropa, trasplantando ese estilo al otro extremo del mundo. También los bolcheviques la utilizaron como almacén y fue devuelta a los luteranos en 1991, siendo utilizada posteriormente como sala de ópera por su excelente acústica.
Otro ejemplo de aquella arquitectura rusa fue la Escuela Real, que correspondería a una escuela técnica o un colegio actual y que buscaba una nueva forma de educar al margen de las madrasas. Ese hermoso edificio albergaba el Ministerio de Relaciones Económicas Exteriores, Inversiones y Comercio del país.
Alejandro II había convertido Tashkent en la capital, condición que le arrebataron los bolcheviques en 1918 y que recuperó en 1930.

Sin duda el edificio más elegante era el palacio Romanov. Lo observamos desde la verja. Era aristocrático, elegante, burgués hubieran dicho los comunistas. Pero Romanov, al que acusaron de robar las joyas imperiales, y al que dieron por demente para evitar el escándalo, le exiliaron y aquí encontró su nuevo hogar. Hombre de gran cultura y fino olfato empresarial, creó diversos negocios que triunfaron y que le hicieron enormemente rico y esa riqueza se exhibió en el palacio donde acumuló obras exquisitas que posteriormente fueron el origen del museo de Bellas Artes.
El palacio estaba en un amplio parque que formaba la plaza Mustakillik o plaza de la independencia. En este ámbito se conjugaban edificios de aquella etapa rusa, de la posterior soviética y de la propiamente uzbeca tras la separación de la Unión Soviética en 1991. Era el centro, tanto a efectos urbanos (aunque no hubiera un centro como tal), administrativos o gubernamentales y culturales. El Senado, la Universidad, el museo de Historia de los Pueblos de Uzbekistón o la Galería de Arte Moderno combinaban esos elementos.

Dimos un breve paseo por este tranquilo entorno a la sombra de los árboles. En una de las avenidas del parque habían instalado los artistas sus obras, que competían con las demás piezas del paisaje urbano, un templete de música o una instalación donde se leía Tashkent love You. Le estaba tomando cariño a esta ciudad que parecía puesta en nuestro camino casi como de relleno y poco antes de abandonarla. Dos pintores jugaban al ajedrez muy concentrados.

Comimos en un restaurante moderno repleto de oficinistas bien vestidos. Quizá compraban la ropa en alguna de las tiendas del centro comercial que estaba de rebajas. Cuando parecía que se iba a vaciar llegó una nueva oleada.
Al terminar, caminamos hasta la estatua ecuestre de Tamerlán. La amplia plaza donde se encontraba llevaba también su nombre. Detrás aparecía la mole de nuestro hotel. En época soviética la escultura que dominaba la plaza era la del general von Kaufmann.
Los uzbekos no recibieron con entusiasmo la independencia. La gente no se arrojó a la calle para celebrarlo, no hubo abrazos con el vecino, no hubo manifestaciones de júbilo. Al contrario, fue recibida con escepticismo: qué iba a ser de ellos ahora. Con los soviéticos se marchaba la garantía de empleo y sueldo, de una vivienda, de una seguridad que acompañaba a la gente desde el nacimiento hasta la tumba. Quizá todo aquello era inasumible pero lo habían vivido y no querían perderlo. Aunque también afloró mucho dinero que estaba oculto y que temían fuera arrebatado por los comunistas. Aquel dinero ayudó a impulsar al país recién nacido hacia su esperanzada situación actual.

Ese pueblo maltrecho en lo económico y con la moral por los suelos tuvo que buscar en aquella última década del siglo XX un héroe y lo encontró en un guerrero local, en el temible Tamerlán, que había arrasado sus territorios pero que también había contribuido a su reconstrucción y a su engrandecimiento. Era lo que necesitaban.
Era el personaje que buscó nuestro héroe Ruy González de Clavijo y al que buscamos nosotros al desplazarnos hacia Samarcanda.

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