Mezquitas, madrasas y mausoleos
fueron los tres monumentos islámicos más habituales en nuestro viaje por
Uzbekistán. En muchas ocasiones, se agrupaban en amplios complejos, como el de
Jast Imom.
El origen del complejo se
encontraba en la tumba y el mausoleo de Abu Bakr Mohammed Kaffal Shashi, un
filósofo y poeta del siglo X. A su muerte, fue enterrado en el lugar donde se
encontraba originariamente el jardín Bogi-Keykaus, extramuros de la antigua
Ash, actual Tashkent. Pronto se convirtió en un lugar importante de
peregrinación. Hijo de un cerrajero, nació en el año 903 y murió en el 976. Muy
pronto mostró interés por los libros y la cultura, lo que le llevó a estudiar
en Jorasán y, posteriormente, en Bagdad, la capital califal, como discípulo de
al-Tabari, autor de una historia de los profetas y los reyes.
Como otros hombres sabios de su
época, su conocimiento y enseñanzas abarcaron todas las áreas del saber, desde
el corán y los hadits o tradiciones
del Profeta, la sharia o ley
islámica, hasta la poesía, la filosofía o la ciencia en general, un Leonardo da
Vinci del siglo X musulmán. En aquellos tiempos el centro del mundo se situaba
en Asia central.
Se dice que tuvo una influencia
capital en la conversión de los turcos karajánidas al Islam. Su libro Mahasin al-Shariah, La belleza de las leyes, está disponible en Amazon o en www.arabicbookshop.net. Sigue siendo
una referencia en su campo.
La entrada a su mausoleo era
peculiar. La puerta exenta, a varios metros de la entrada principal, era
bastante baja, algo que nos llamó la atención y que obligaba a una ligera e
imperceptible reverencia al flexionar el cuerpo. Esa inclinación suponía presentar
nuestros respetos al santo. Entre esa entrada y la más monumental al edificio
había varias tumbas recubiertas de ladrillo. El mausoleo original había sufrido
todas las desgracias de la guerra, los terremotos y la destrucción en sus
diversas versiones. El que contemplábamos era del siglo XVI.
El lugar era sencillo, de
ladrillo visto, con una cúpula que realzaba el conjunto y un techo de madera
sin adornos. La tumba estaba en una sala sobre una alfombra roja y recubierta
de una tela gruesa verde, el color del Islam. En la sala contigua había otras
tumbas también sencillas y de ladrillo con inscripciones en árabe y en cirílico.
Mis notas me traicionaban en
este punto. Nuestro guía nos habló de un personaje de gran fervor religioso que
en el siglo XX temía por la pérdida de las tradiciones musulmanas. Si las
fechas que he podido deducir son exactas, era la época soviética, cuando la
religión era considerada el opio del pueblo. A pesar de las circunstancias,
tuvo el apoyo de las autoridades. A su muerte, fue enterrado en este mismo
mausoleo, sin duda un gran honor para él.
El complejo era un inmenso lugar
ajardinado, excelente para pasear tranquilamente de no ser por el intenso calor
que planchaba nuestro caminar somnoliento. Las cúpulas bulbosas en color
turquesa marcaban el emplazamiento de los diversos monumentos. Alcanzamos una
amplia plaza con varias edificaciones. En la plaza barrían con parsimonia las
limpiadoras cubiertas con sus pañuelos y sus batas largas.
El edificio más pequeño, una
antigua madrasa o medersa (una escuela coránica) guardaba una de las joyas del
complejo. Se trataba de la biblioteca Moyie Mubarak (o Muyi Mobarak) y del Corán
del califa Osmán, del siglo VII, considerado el más antiguo que se conservaba.
Osmán (que también lo
encontrarás como Otmán o Utmán), el tercer califa, ordenó la recopilación de
los versículos del libro sagrado para la versión oficial en 114 suras que ha
llegado a nuestros días como texto indiscutible. Ordenó que se realizaran cinco
ejemplares en piel de ciervo. De aquellos cinco ejemplares sólo ha sobrevivido
uno que se exhibe bajo la hermosa cúpula y encerrado en una urna para garantizar
su seguridad y conservación. Era de gran tamaño y escrito en letra cúfica. Leí
en la web Letras de viajes que conservaba restos de la sangre del califa, que murió
asesinado, y que provocó a su muerte la primera guerra civil entre los
musulmanes.
El libro fue arrebatado a la
ciudad de Basora por Tamerlan, que lo llevó a Samarkanda. En 1869 los rusos lo
trasladaron a San Petersburgo y fue devuelto a Uzbekistán por Lenin. Al obtener
la independencia, Karimov, el presidente, lo donó a la Junta Espiritual de los Musulmanes.
No podía estar en mejores manos.
En otra sala se conservaban
ejemplares del Corán de diversas épocas (desde el siglo XIII) y en múltiples
idiomas, como el hebreo, el holandés o el portugués. También había uno en
español, la versión de Juan Vernet que conservaba en mi casa.
Entramos en la madrasa Barak Jan, del siglo XVI, que perdió su
segunda planta en el terremoto de 1966. El interior era sencillo. Una parte de
sus celdas y la mezquita se utilizaban como tiendas, algo a lo que nos
acostumbraríamos a contemplar a lo largo del viaje.
No visitamos la mezquita
Telya-Shayaj (o Tellya Sheik), la mezquita “jeque de oro”, edificada en 1856
por Mirza Ahmed Kushbegi, que según la tradición guardaba en sus paredes pelo
de Mahoma.
Nuestra última visita fue la
moderna mezquita Hazroti Imam (o Hazrat Imam) construida por el presidente
Karimov en 2007. Imitaba el estilo tradicional.
El patio estaba rodeado por una
galería porticada. Nos situamos a la sombra para no morir carbonizados por el
sol. En uno de los muros, cinco relojes informaban de las horas de los rezos. Desde
la época soviética se había prohibido la llamada a la oración por parte de los
muecines o almuédanos con lo que los feligreses tenían que saber de antemano
las horas, que se modificaban a lo largo del año al acoplarse al movimiento del
sol.
En aquel momento entraban para
la oración. La mayoría era gente mayor. El interior era claro y acogedor, sin
grandes lujos. Me asomé a la sala unos segundos y estuve contemplando las
esbeltas columnas de madera del patio.
Tomamos nuestro vehículo y nos
trasladamos al restaurante Ibroxim Bek. Era un local moderno a donde acudía la
gente bien de la ciudad. Era un tanto ostentoso y con un gusto ajeno al mío,
aunque la comida fue abundante y buena: sopa de calabaza o setas, ensaladas,
brochetas como espadas. Y cerveza fría, toda una bendición. Sobró comida y
salimos a 66.000 soms por cabeza,
unos siete euros. ¡Vaya fortuna!
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