Continuamos nuestro recorrido de
Tashkent el décimo día de viaje. No había programadas visitas: “a la hora
acordada, salida hacia el aeropuerto para embarcar en el vuelo de Tashkent con
destino a Bishkek”. No se concretaban los lugares a los que nos llevarían, por
lo que dependíamos de lo que estuviera en el programa de nuestro guía: el
mercado de Chorsu, el metro y la plaza Independencia.
La aventura de la noche
anterior, con el vuelo desde Nukus y la cena tardía, nos había dejado a todos
bastante cansados. Nos habíamos acostado muy tarde. Ello se reflejaba en
nuestros rostros. Además, el grupo había quedado reducido con la despedida de
Fernando rumbo a Rusia.
El tráfico era denso pero
asumible. El calor ya era intenso a las nueve de la mañana. Fuimos atravesando
la ciudad en un recorrido muy similar al realizado el segundo día. Nuestro primer
destino figuraba en el barrio antiguo, que no contaba con demasiado interés
según había leído. Se extendía a la espalda del bazar, en el ángulo noroeste de
la ciudad y se componía de “callejones mal asfaltados-indicaba la guía-algunas
casas viejas, mezquitas y madrasas”. Aconsejaba penetrar en el mismo y dejarse
llevar por la intuición. En la zona también se encontraban la mezquita Juma o
mezquita Central, y la madrasa Kulkedash que deberán esperar a otro viaje para
visitarlas.
Nuestro vehículo nos dejó frente
a la bóveda de colores desteñidos o suaves del mercado, que ocupaba el límite
sur del barrio antiguo. Chorsu significaba cuatro caminos o cuatro afluentes y
había sido la zona de mercado al menos desde la Edad Media, cuando afluían a la
ciudad mercancías de la Ruta de la Seda que la enriquecieron. Había cambiado el
edificio pero no la actividad.
Bajo unos soportales caminamos
observando curiosas tiendas de artesanos de instrumentos musicales, cunas de
bebés con un peculiar sistema para eliminar el pis de los niños, que habíamos
visto en Bujara, carpinteros, chapistas y otros oficios. Todo ello daba color a
la zona y recordaba a los establecimientos antiguos que aún se conservaban en
algunas ciudades de España, como el Rastro de Madrid u otros mercadillos.
Al terminar la calle se
acumulaba un gran grupo de hombres: eran los temporeros, gente que era
contratada por días. Charlaban entre ellos y esperaban pacientemente a que
alguien se acercara para ofrecerles un trabajo que les aportaría un mínimo
sustento. Miraban con extrañeza y quizá con suspicacia. Los turistas se
internaban en el bazar pero no caminaban por las calles adyacentes.
Nos llamaron la atención unos
pequeños carritos cargados con depósitos de colores que servían una bebida
alcohólica que había estado muy de moda durante los tiempos de la Unión
Soviética. A pesar de que era temprano, algún cliente se acercaba para espabilar
su espíritu con ese primer pelotazo de la mañana.
Cruzamos y penetramos en el
mercado. En el exterior, vendían frutas y verduras, por supuesto, melones y
sandías, en pequeños puestos improvisados, quizá de los propios productores que
se desplazaban a la ciudad para una venta directa. Dentro, el espectáculo era
magnífico. Subimos a la segunda planta para tener un control total del
movimiento de los tenderos y de los compradores, que eran mayoritariamente
mujeres. Como en otros bazares del país, estaba organizado por productos y
según éstos los puestos eran atendidos por hombres o mujeres. Carne de vacuno,
de caballo, de pollo o de cordero se mostraba al público con cierta crudeza. Lo
cierto es que eran magníficas piezas que incitaban a la compra.
La zona de frutos secos ofrecía
otro buen espectáculo. Montañitas de pistachos, almendras, panchitos y frutas deshidratadas
lanzaban mensajes al visitante. Los vendedores ofrecían alguna muestra y
reconozco que estaban deliciosos. Alguno de mis compañeros compró para consumir
a lo largo del viaje. Me decanté por unas nueces.
La plaza central estaba
organizada en círculos concéntricos. Bajamos y nos confundimos con el público
local. Nos gustó esa actividad de compra doméstica, los vestidos tradicionales,
la exhibición de los productos con honradez y naturalidad, la forma en que se
realizaban las transacciones. Las mujeres llevaban el tradicional pañuelo. Las
vendedoras se entretenían charlando o consultando el móvil. Algunos niños se
aburrían en los puestos. La cúpula central arrojaba luz sobre todo el ámbito.
Entramos en la zona de los
hornos de pan. El calor con el que trabajaba esta gente era un auténtico
martirio. La temperatura era insoportable. El pan o las empanadas estaban
deliciosas. Valejon compró una hogaza recién hecha y la probamos con fervor. Compré
unas empanadas de carne en forma de triángulo que compartimos Ilu, Javier y yo.
Costaban 5.000 soms cada una, algo
más de medio euro. Con un poco de tomate frito hubieran mejorado
ostensiblemente.
El espectáculo continuaba en las
galerías cubiertas. Era el lugar de la fruta y la verdura, del colorido. Eran los
productos que luego tomaríamos en nuestro recorrido o en las casas. Se mostraba
en sacos o en pirámides que retaban a la física. Berenjenas, pimientos,
perejil, lechugas, coliflores, tomates y una gran variedad de productos.
En la zona de comida preparada
se elevaba el humo de las brochetas, los garbanzos nos recordaron al cocido
madrileño, el aroma era penetrante.
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