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Uzbekistán 6. Tashkent. El barrio antiguo y el bazar Chorsu



Continuamos nuestro recorrido de Tashkent el décimo día de viaje. No había programadas visitas: “a la hora acordada, salida hacia el aeropuerto para embarcar en el vuelo de Tashkent con destino a Bishkek”. No se concretaban los lugares a los que nos llevarían, por lo que dependíamos de lo que estuviera en el programa de nuestro guía: el mercado de Chorsu, el metro y la plaza Independencia.
La aventura de la noche anterior, con el vuelo desde Nukus y la cena tardía, nos había dejado a todos bastante cansados. Nos habíamos acostado muy tarde. Ello se reflejaba en nuestros rostros. Además, el grupo había quedado reducido con la despedida de Fernando rumbo a Rusia.
El tráfico era denso pero asumible. El calor ya era intenso a las nueve de la mañana. Fuimos atravesando la ciudad en un recorrido muy similar al realizado el segundo día. Nuestro primer destino figuraba en el barrio antiguo, que no contaba con demasiado interés según había leído. Se extendía a la espalda del bazar, en el ángulo noroeste de la ciudad y se componía de “callejones mal asfaltados-indicaba la guía-algunas casas viejas, mezquitas y madrasas”. Aconsejaba penetrar en el mismo y dejarse llevar por la intuición. En la zona también se encontraban la mezquita Juma o mezquita Central, y la madrasa Kulkedash que deberán esperar a otro viaje para visitarlas.

Nuestro vehículo nos dejó frente a la bóveda de colores desteñidos o suaves del mercado, que ocupaba el límite sur del barrio antiguo. Chorsu significaba cuatro caminos o cuatro afluentes y había sido la zona de mercado al menos desde la Edad Media, cuando afluían a la ciudad mercancías de la Ruta de la Seda que la enriquecieron. Había cambiado el edificio pero no la actividad.

Bajo unos soportales caminamos observando curiosas tiendas de artesanos de instrumentos musicales, cunas de bebés con un peculiar sistema para eliminar el pis de los niños, que habíamos visto en Bujara, carpinteros, chapistas y otros oficios. Todo ello daba color a la zona y recordaba a los establecimientos antiguos que aún se conservaban en algunas ciudades de España, como el Rastro de Madrid u otros mercadillos.

Al terminar la calle se acumulaba un gran grupo de hombres: eran los temporeros, gente que era contratada por días. Charlaban entre ellos y esperaban pacientemente a que alguien se acercara para ofrecerles un trabajo que les aportaría un mínimo sustento. Miraban con extrañeza y quizá con suspicacia. Los turistas se internaban en el bazar pero no caminaban por las calles adyacentes.

Nos llamaron la atención unos pequeños carritos cargados con depósitos de colores que servían una bebida alcohólica que había estado muy de moda durante los tiempos de la Unión Soviética. A pesar de que era temprano, algún cliente se acercaba para espabilar su espíritu con ese primer pelotazo de la mañana.

Cruzamos y penetramos en el mercado. En el exterior, vendían frutas y verduras, por supuesto, melones y sandías, en pequeños puestos improvisados, quizá de los propios productores que se desplazaban a la ciudad para una venta directa. Dentro, el espectáculo era magnífico. Subimos a la segunda planta para tener un control total del movimiento de los tenderos y de los compradores, que eran mayoritariamente mujeres. Como en otros bazares del país, estaba organizado por productos y según éstos los puestos eran atendidos por hombres o mujeres. Carne de vacuno, de caballo, de pollo o de cordero se mostraba al público con cierta crudeza. Lo cierto es que eran magníficas piezas que incitaban a la compra.

La zona de frutos secos ofrecía otro buen espectáculo. Montañitas de pistachos, almendras, panchitos y frutas deshidratadas lanzaban mensajes al visitante. Los vendedores ofrecían alguna muestra y reconozco que estaban deliciosos. Alguno de mis compañeros compró para consumir a lo largo del viaje. Me decanté por unas nueces.

La plaza central estaba organizada en círculos concéntricos. Bajamos y nos confundimos con el público local. Nos gustó esa actividad de compra doméstica, los vestidos tradicionales, la exhibición de los productos con honradez y naturalidad, la forma en que se realizaban las transacciones. Las mujeres llevaban el tradicional pañuelo. Las vendedoras se entretenían charlando o consultando el móvil. Algunos niños se aburrían en los puestos. La cúpula central arrojaba luz sobre todo el ámbito.

Entramos en la zona de los hornos de pan. El calor con el que trabajaba esta gente era un auténtico martirio. La temperatura era insoportable. El pan o las empanadas estaban deliciosas. Valejon compró una hogaza recién hecha y la probamos con fervor. Compré unas empanadas de carne en forma de triángulo que compartimos Ilu, Javier y yo. Costaban 5.000 soms cada una, algo más de medio euro. Con un poco de tomate frito hubieran mejorado ostensiblemente.

El espectáculo continuaba en las galerías cubiertas. Era el lugar de la fruta y la verdura, del colorido. Eran los productos que luego tomaríamos en nuestro recorrido o en las casas. Se mostraba en sacos o en pirámides que retaban a la física. Berenjenas, pimientos, perejil, lechugas, coliflores, tomates y una gran variedad de productos.

En la zona de comida preparada se elevaba el humo de las brochetas, los garbanzos nos recordaron al cocido madrileño, el aroma era penetrante.


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