González de Clavijo jamás se
hubiera quejado de las esperas en los aeropuertos ni de la clase turista. Con
los peligros y sufrimientos que padeció le hubieran parecido dádivas del cielo.
Los aviones hubieran acortado sensiblemente el viaje de su embajada pero ésta
se hubiera perdido en la vulgaridad y no hubiera pasado a la historia como un triunfo
de la tenacidad. Gómez de Salazar, hombre de armas, hubiera sobrevivido, sin
duda, al viaje.
En esas disquisiciones me
hallaba yo en la sala de espera de la terminal 1 del aeropuerto de Barajas
aquella mañana del 29 de julio de 2018 con mis vacaciones recién estrenadas. En
los viajes de ida sobra el tiempo y faltan los contenidos, lees un rato (nunca
se termina de hacer los deberes previos) y te entretienes con un paseo
observando a la gente. El personal que transita es de lo más variopinto y
multicultural. Quizá algunos fueran mis compañeros de viaje.
Los que más se hacían notar eran
los niños. Jugaban al escondite -me hubiera encantado integrarme en el grupo, aunque
hubiera sido observado con recelo por los padres de las criaturas-, reían y
gritaban, recorrían la sala a todo correr y se lo pasaban en grande. Los adultos
se aburrían como ostras.
A mi lado se sentó un señor que
no dudé que fuera turco. El vuelo TK 1858, de Turkish, hacía escala en Estambul
(realmente terminaba allí su recorrido ya que la prolongación a Tashkent se
efectuaba en el vuelo TK 0370). Intentaba disimularlo con una gorra de visera
muy norteamericana pero la barba poblada, la tez oscura y algo inmanente que
desprendía su figura lo impedía. A mi derecha, un claro exponente del occidente
actual: un adolescente idiotizado por el móvil. El resto eran combinaciones de
elementos del este y el oeste que cada vez más se fusionaban en una mezcolanza
de razas. El mestizaje vencía a la reivindicación de lo nacional a ultranza,
tan en boga en estos tiempos. La decadente Europa se tenía que abrir a la
invasión pacífica para regenerarse, aunque también para pasar a un segundo
plano y dejar de ser la raza dominadora. Por cierto, el de mi izquierda respondió al
teléfono y aunque no entendí nada confirmé que era turco. O similar, vaya usted
a saber. No paró de hablar hasta que embarcamos.
Viajé en el asiento 13 B.
Turkish era de las pocas aerolíneas que mantenían esta fila vinculada con el
mal fario. Sin embargo, el 13 siempre fue mi número de la suerte. A mi lado
viajaba un tal Imran Khan, con destino final a Lahoré, en Pakistán, y con pasaporte
español.
En el vuelo a Tashkent ya no
hubo mayoría de españoles o de turistas. Predominaban los rasgos orientales con
variedad de matices.
No
news, good news: nada reseñable en los dos vuelos. En el
aterrizaje, ya de noche, no hubo incidencias. Avancé el reloj tres horas y
desembarqué con la gran masa humana. El control de pasaportes fue tan espeso
como en cualquier otro aeropuerto, más al situarme en la fila de los tontos. Mi
maleta salió la tercera, la agarré y me fui hacia la salida, sección de nada-que-declarar.
Pregunté sí tenía que pasar la maleta por el escáner y me hicieron un gesto
aburrido con la mano para que siguiera. Tenía cara de bueno y los trámites de
seguridad se habían relajado.
Tanto en la guía como en las instrucciones
que nos habían entregado recalcaban los trámites de seguridad. Hablaban de dos
impresos que ya no existían. El primero, que había que rellenar y entregar en
el control de pasaportes, sería el típico formulario que sellaban, guardaban y
dejaban una copia en el interior del documento. Al hacer ese trámite no hubo
que rellenar nada. El otro, en la aduana, implicaba reflejar el dinero que ingresaba
el viajero en el país. Al salir del país se entregaba ese impreso y se cotejaba
la cantidad declarada con la que se transportaba en ese momento. Las cantidades
no justificadas eran confiscadas y si el importe era superior a una cantidad se
consideraba delito. También había sido eliminado. Habían terminado con el mercado
negro de divisas sin necesidad de controlar e importunar a los turistas. Ya era
historia. El mito del estado policial se relajaba.
En el exterior del edificio me
extrañó algo: en la terminal no había bancos ni oficinas de cambio de moneda. Nos
fuimos agrupando los escépticos. Debía ser el único aeropuerto del mundo sin
ese servicio. A saber cómo pagaban los taxis hasta la ciudad. Un tipo con traje
y aspecto de hombre de negocios regresó al interior y le señalaron otro
edificio. Yo me acerqué hasta donde estaba nuestro guía. Se llamaba Valejon,
pronunciado Valeyón. El cambio lo realizaríamos en el hotel a la mañana
siguiente.
El otro mito caído lo comprobé
en la larga espera de mis compañeros: las fotos en lugares sensibles. Todo el
que salía de la terminal se hacía una foto con el edificio al fondo, algo
terminantemente prohibido, al menos según la guía. Algunos las hacían con los
policías observando indiferentes. A lo largo del viaje comprobamos que esas
prohibiciones habían sido derogadas de facto. Quizá era un signo de apertura
del nuevo presidente que ocupó la alta magistratura en 2016 en sustitución de
Islam Karimov, que ya comandaba el país en época soviética.
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