En el viaje de regreso estuve en
tránsito cuatro horas en el aeropuerto de Estambul. Tanto tiempo daba para un
aburrimiento descomunal, para la recuperación del instinto del turista que se
pule la pasta en las tiendas del Tax free,
para dar un paseo o para visitar una librería bien surtida. Allí compré un
interesante libro, The Silk Roads, de
Peter Frankopan, al que hinqué el diente en las semanas posteriores. Allí
encontré una frase que me hizo pensar: “Desde el inicio de los tiempos, el
centro de Asia fue donde se hicieron los imperios”.
El profesor de Oxford denunciaba
el excesivo ombliguismo que había orientado nuestra historia en los últimos
siglos, en los que a los occidentales les había ido muy bien, o razonablemente
bien, y habían dominado el mundo, menospreciando a quienes con anterioridad
fueron poderosos y rigieron los destinos del planeta. Y, Asia central, era esa
fábrica de imperios, de religiones, culturas e incluso de idiomas. Pero la
historia era una trituradora que mandaba al olvido y la ignorancia a los más
ilustres y poderosos. Mientras, los advenedizos, los nuevos ricos de la
cultura, la política o el pensamiento, tenían que buscar sus orígenes, unos
orígenes ilustres que legitimaran su posición actual y en los que basar que
habían sido los elegidos divinos. Indefectiblemente tenían que ser los
dominadores de la tierra. Entonces, había que menospreciar a quienes
verdaderamente fueron poderosos y ahora no lo eran, para resaltar por contraste
las bondades, desde el inicio de los tiempos, de nuestra cultura.
Quizá el lector de estos
párrafos haya estudiado en el colegio o en el instituto con profundidad las
culturas de esta región del mundo. Aún guardo los libros de texto con los que
estudié y, verdaderamente, había una lección sobre las culturas del Creciente Fértil,
en la asignatura de historia del arte, estudiábamos a los persas pero por contraste
con los griegos, a los medos y los partos como los enemigos de Roma, a los
hititas como una pequeña referencia y la India y China eran territorios con los
que se comerciaba, para resaltar los intercambios de griegos y romanos. Los
árabes nos invadieron pero para que se pudiera generar esa gesta que fue la Reconquista.
Vamos, que Oriente no era imprescindible en nuestra formación, aunque de allí
procedieran el judaísmo, el cristianismo, el islam, el budismo o el hinduismo,
por poner un ejemplo relacionado con la religión. Mientras que en Europa nos
moríamos de asco, en Asia central se consolidaban ciudades de una sofisticación
imposible de igualar. Casi mejor ignorar todo eso para evitar que se vinieron
arriba. Y mucho más teniendo en cuenta las circunstancias actuales de
prosperidad de los países árabes por el petróleo o el crecimiento de China y la
India, con un claro desplazamiento del eje económico mundial hacia Asia-Pacífico.
El imperio más poderoso de la
antigüedad -opinión que comparto tras la lectura del libro- fue la Persia
Aqueménida. En el siglo VI a. C., desde el sur del actual Irán, los persas
iniciaron una expansión que les llevó hasta el Mediterráneo y las ciudades
griegas de Asia Menor, por el oeste, y hasta los Himalayas, por el este, abarcando
los territorios de los dos países de mi viaje. Los persas tenían como virtud su
mente abierta y su capacidad para adoptar costumbres extranjeras cuando
consideraban que eran mejores que las propias, como destacó Heródoto. Hoy en
día se diría que eran innovadores. En el fondo, nada nuevo se ha inventado.
Para el mantenimiento del
imperio crearon una seria y bien estructurada burocracia que les permitió el
control de los territorios incorporados a esta entidad superior y
multinacional. También crearon una buena red de caminos que les permitía una
rápida comunicación y promovieron la sistematización del regadío, lo que supuso
una mejora en el nivel de vida de los pueblos incorporados a su dominio. Ello
era aplicable a quienes ocupaban los territorios cercanos a los ríos Oxus y
Taxartes, los actuales Amu Daria y Syr Daria. La prosperidad abarcaba desde el
Mediterráneo hasta el corazón de Asia, como destaca Frankopan. Reinaba la
estabilidad y la justicia. Los persas se aficionaron al lujo, al oro de Bactria
y al lapislázuli y cinabrio de Sogdiana, a las turquesas de Jorezm o Jorasán. Y
no descuidaron sus defensas, ya que estaban rodeados de enemigos, como los
nómadas escitas del norte o expuestos a las revueltas internas.
En el 336 a. C., Alejandro de
Macedonia accedió al trono tras el asesinato de su padre, Filipo. Cuando se
plantea su expansión no mira a Europa, que nada podía ofrecerle. Lo hará hacia Oriente.
Conquistó Egipto en una campaña relámpago y a finales del 331 a. C. venció a
Darío III en las llanuras de Gaugamela, en el Kurdistán iraquí. Las conquistas
se sucedieron con rapidez, quizá mayor por conquistar un imperio ya
estructurado, algo que se repetirá en varias ocasiones en los siglos
posteriores. Caída la cabeza, era más fácil someter al resto.
Esa conquista abrió un período
de gran influencia en la cultura de los territorios anexionados que, a la
muerte de Alejandro Magno, a la edad de 32 años, se dividió entre sus
generales. En la zona de Asia central quedó Seleuco, que iniciará la dinastía
seléucida, que implantará su poder durante tres siglos. Es así como la
helenización se expandió por estas tierras hasta los Himalayas.
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