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Imágenes y palabras de Etiopía 137. Una aldea Hamer.

 


Aunque ya habíamos contemplado a los Hamer en el mercado de Turmi, faltaba acercarse a uno de sus poblados y vivir su ambiente habitual. Por supuesto, con guía local y tras superar la jinkana de baches que jalonaban la pista de tierra.

Mi impresión es que todo estaba más ordenado y mostraba mayor prosperidad que en el poblado de los Galeb. La cerca de ramas estaba bien compuesta, las chozas estaban más arregladas. Quizá era una mejor utilización del dinero de los turistas que se había traducido en cierto progreso. El poblado daba una buena impresión.



Lo que fue imposible fue ver a la tribu en su actividad normal. Con los farangi era imposible ya que revolucionábamos todo y todo el poblado salía en tromba a captar birrs a costa de vender su imagen y, sinceramente, su dignidad. El atractivo era enorme; el interés, también.

Nuestro deambular se combinó con las luces suaves del atardecer. Habíamos salido a las cinco de la tarde. Las nubes horizontales estratificaban el cielo. Las sombras se alargaban paulatinamente.



Las costumbres de los Hamer eran francamente salvajes. Por una parte, cuando a un niño le crecían antes los dientes de arriba que los de abajo, al ser de mal agüero, lo enterraban vivo en una montaña. Es cierto que, en la actualidad, habían optado por avisar a los misioneros cercanos a quienes le entregaban el pequeño. Aún se daban unos cincuenta casos al año. Sin esos misioneros las criaturas quedaban expuestas a la ejecución de esa práctica, a pesar del control de las autoridades locales.

La otra práctica habitual era la ablación. Además, las mujeres no podían lavarse sus partes íntimas con agua. Lo tenían que hacer con medicina tradicional. De lo contrario, podían afectar a los hijos que concibieran, según la creencia popular, y ser rechazadas.



Mamush y los guías locales nos mostraron los distintos signos que diferenciaban el estado civil de las mujeres. Las prometidas llevaban una trencita en la parte superior. Las primeras esposas, un collar que parecía una cadena para atar la moto, con un prominente tocho de hierro, que ya habíamos contemplado antes. Por supuesto, llevaban los collares de cuentas y otros adornos en el pelo y las orejas.

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