Aunque ya habíamos contemplado a
los Hamer en el mercado de Turmi, faltaba acercarse a uno de sus poblados y vivir
su ambiente habitual. Por supuesto, con guía local y tras superar la jinkana
de baches que jalonaban la pista de tierra.
Mi impresión es que todo estaba
más ordenado y mostraba mayor prosperidad que en el poblado de los Galeb. La
cerca de ramas estaba bien compuesta, las chozas estaban más arregladas. Quizá
era una mejor utilización del dinero de los turistas que se había traducido en
cierto progreso. El poblado daba una buena impresión.
Lo que fue imposible fue ver a
la tribu en su actividad normal. Con los farangi
era imposible ya que revolucionábamos todo y todo el poblado salía en tromba a
captar birrs a costa de vender su
imagen y, sinceramente, su dignidad. El atractivo era enorme; el interés,
también.
Nuestro deambular se combinó con
las luces suaves del atardecer. Habíamos salido a las cinco de la tarde. Las
nubes horizontales estratificaban el cielo. Las sombras se alargaban
paulatinamente.
Las costumbres de los Hamer eran
francamente salvajes. Por una parte, cuando a un niño le crecían antes los
dientes de arriba que los de abajo, al ser de mal agüero, lo enterraban vivo en
una montaña. Es cierto que, en la actualidad, habían optado por avisar a los
misioneros cercanos a quienes le entregaban el pequeño. Aún se daban unos
cincuenta casos al año. Sin esos misioneros las criaturas quedaban expuestas a
la ejecución de esa práctica, a pesar del control de las autoridades locales.
La otra práctica habitual era la
ablación. Además, las mujeres no podían lavarse sus partes íntimas con agua. Lo
tenían que hacer con medicina tradicional. De lo contrario, podían afectar a
los hijos que concibieran, según la creencia popular, y ser rechazadas.
Mamush y los guías locales nos
mostraron los distintos signos que diferenciaban el estado civil de las
mujeres. Las prometidas llevaban una trencita en la parte superior. Las
primeras esposas, un collar que parecía una cadena para atar la moto, con un
prominente tocho de hierro, que ya habíamos contemplado antes. Por supuesto,
llevaban los collares de cuentas y otros adornos en el pelo y las orejas.
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