Tras la visita de la mañana, se
había despertado en el grupo un inusitado fervor antropológico. El hombre
blanco, aislado en sus ciudades de acero, cristal y asfalto se entusiasmaba al
contemplar tribus indígenas con un modo de vida similar al del hombre
primitivo. Me vino a la mente la lectura de El
antropólogo inocente, del inglés Nigel Barley, con el que me reí
soberanamente. El autor escribe sobre su experiencia en Camerún adonde se
desplaza para realizar su primera experiencia de campo y estudiar las
costumbres de una tribu casi desconocida. Le ocurren todo tipo de infortunios,
que narra con ese humor anglosajón que me encanta, le toman el pelo de todas
las formas imaginables y realmente se mofa de ese fervor antropológico.
Era muy probable que a nuestro
regreso todos mostráramos nuestras fotografías para ponerles los dientes largos
a los amigos y conocidos acompañados por los leves recuerdos de las
explicaciones que nos habían facilitado. Posteriormente, nuestro trabajo de
campo quedaría más como una anécdota que como una enseñanza para nuestra vida
posterior. En el fondo, todos pensábamos que estas gentes eran bastante
salvajes y que poco o nada podían enseñarnos. Mi opinión era muy contraria
ello, ya que quizá no pudieran enseñarnos nada técnicamente nuevo, pero sí
abrirnos la mente para hacer un examen de conciencia, para ser conscientes de
que en un medio hostil los mejor capacitados y adaptados son los indígenas. La
sencillez es una garantía de supervivencia en medios donde la lucha contra la
naturaleza está mucho más igualada.
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