El paisaje ofrecía cabras
ramoneando las acacias espinosas, babuinos que permanecían estirados como
personas, el matorral alto de la sabana que se balanceaba. Pájaros negros y
blancos saltaron por las copas de los árboles y por los matorrales. Pasó un grupo
de gallinas de Guinea, azules, grandes, orondas. Por encima del verdor
aparecían termiteros altos y delgados, como falos hacia el cielo o dedos que
salían de la tierra. Empezó a caer una ligerísima lluvia.
La carretera de asfalto había
sido construida, cómo no, por los chinos, que buscaban petróleo en la zona o
instalar varias fábricas de azúcar en el valle del Omo. Comentamos que éste
podía ser el fin de aquel paisaje virgen y salvaje ya que esas fábricas tenían
un potencial contaminante y destructor desmedido.
Recuerdo una sensación de
desolación. Ese recuerdo se asocia con un solitario indígena con su porte
majestuoso y sus andares elegantes que rompía el vacío. Mantuvo su mirada sobre
nosotros mientras avanzábamos.
De repente, el conductor frenó.
Dos mujeres y un enjambre de niños interceptaron el vehículo y se pusieron a
gritar. Las dos mujeres se pegaron materialmente a la parte delantera del
vehículo con el fin de evitar que pudiera avanzar. Los niños llevaban piedras
en las manos y su mirada era radicalmente hostil. Pablo abrió una de las
ventanas y les entregó algunos birrs y
alguna cosa más. No quedaron contentos con ello y rechazaron los regalos.
Querían más dinero. La discusión empezó a subir de tono y se escuchó el impacto
de una piedra pequeña contra la chapa. Algún otro amagó con lanzar más piedras.
Se hizo un silencio absoluto en el interior del vehículo.
Mamush bajó del bus e increpó a
las mujeres. Los niños salieron despavoridos pero la actitud de claro
enfrentamiento de las mujeres les animó a regresar más envalentonados, siempre
desviando la mirada hacia las mujeres que eran las líderes de aquel ataque. Incluso
le agarraron del brazo y se produjo un forcejeo. Aquello pintaba francamente
mal y nos intranquilizamos. El conductor intentó arrancar. Las mujeres no se
movieron. Sus miradas eran fieras, retadoras. Daba la impresión de que no era
la primera vez que ejercían este chantaje con algún vehículo que se adentraba
en su territorio.
Apareció un hombre mayor, con un
fusil antiquísimo, quizá un Kalashnikov de tiempos del DERG. Intentó apaciguar
los ánimos sin éxito. Nos encontrábamos en una situación de bloqueo. Pablo
bajó, les echó una bronca pero no hubo alteración alguna de su hostilidad.
Pensamos que si les dábamos dinero se irían, pero siempre pedirían más.
El conductor metió primera, dio
un primer brinco impactando ligeramente contra el cuerpo de las mujeres, que
gritaron y aporrearon el parabrisas. Repitió la operación y ganó un pequeño
espacio. Parecía que las íbamos a atropellar, dudaron y con esos escasos metros
aprovechamos para escapar.
Aquello me hizo reflexionar
sobre hasta qué punto habíamos alterado su vida. Se habían dado cuenta de que
las cámaras de los turistas eran un recurso más fácil que trabajar el campo.
Quizá nuestra actitud de perseguirlos para captar su imagen fuera una reminiscencia
de la época colonial. Volvíamos a ir de caza aunque ahora nuestros trofeos no
se colgaban en las paredes sino en el muro de Facebook.
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