Mi interés por Etiopía creció
exponencialmente tras la lectura de un libro de Javier Reverte, Dios, el diablo y la aventura, sobre el
jesuita español Pedro Páez, que viajó al país en el siglo XVII para convertir
al catolicismo a sus gentes asediadas por el poder turco.
Nació en Olmedo de la Cebolla,
hoy Olmeda de las Fuentes, cerca de Alcalá de Henares, en 1564. Se formó en
Belmonte y, posteriormente, se trasladó a Coimbra. Su destino estaba fuera de
la península y los jesuitas portugueses decidieron trasladarle a Goa, en la
India, donde tenían importantes establecimientos.
La situación de la Compañía de
Jesús en Etiopía era desesperada, con la necesidad urgente de trasladar nuevos
efectivos que reforzaran la actividad en la zona. Decidieron enviar a Antonio
de Monserrat, hombre ya muy curtido, y a un joven Pedro Páez que ya había
apuntado maneras. Su primer viaje desde la India terminó con su captura y
cautiverio durante varios años. Los turcos ejercían un férreo cerco en las
costas que impedía el acceso hacia Etiopía. Liberado, volvió a intentarlo años
después y con la experiencia de la anterior ocasión consiguió llegar a su
destino. Poco a poco se ganó la confianza del soberano y pudo acercarse a su
objetivo: la conversión de sus fieles.
Reverte destaca sus virtudes en
su libro:
Páez
atesoró en su carácter todas las virtudes de la orden: espiritualidad, valor,
disciplina, amor al viaje y la aventura, curiosidad científica, enormes dotes
intelectuales y pedagógicas, y férrea determinación por cumplir las tareas que
se había impuesto. Y añadió otras virtudes personales que muchos de sus
compañeros jesuitas no poseían: flexibilidad extrema, capacidad de convicción,
un sentido agudo de la diplomacia, curiosidad por cuanto veía a su alrededor,
enorme facilidad para las lenguas, fino sentido del humor, don de gentes y una
simpatía arrolladora. Ignacio de Loyola no hubiera pintado un retrato del
misionero ideal mejor que el de Pedro Páez”.
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