Me sorprende la cantidad de
productos alimenticios españoles que encontramos en el viaje: leche, cerveza (aunque
la portuguesa es más abundante), galletas… Quizá muchos de ellos pertenecen a
la distribución del maño del restaurante de Senegambia. Los españoles hacen
poco ruido, pero se van posicionando en lugares insospechados sin ayuda oficial
por no considerarlos territorios preferentes. Tiene un mérito enorme. Se habrá
buscado la vida con trabajo y simpatía y habrá creado estrechos lazos
comerciales y de amistad.
Admiro a esos empresarios,
auténticos emprendedores de espíritu pionero que se lanzan sin red a ganarse la
vida en esos países que nos cuesta localizar en un mapa.
Por supuesto, doy buena cuenta
de esos productos españoles en el desayuno, que comparto con las sonrisas de
mis compañeros. He dormido mejor. Lo necesitaba. El sol y la paliza de estos
días (exagerando un poco, para dar tono dramático) habían incrustado el
cansancio en mi cuerpo. Aún se me pegan un poco los ojos y siento pesadez con
otros matices.
El ventilador ha causado esta
noche etapas de ligero frío y ha provocado una pequeña tos que no sé si
achacársela o hacerlo al atasco de nariz por la sequedad del ambiente, extraño
al estar cerca del río. Sin duda, el polvo ambiental es el culpable. Tengo mis
dudas sobre el reflujo, aunque el estómago funciona bien y sin ardores. La
comida es suculenta, ligeramente picante. No es indigesta. Estoy comiendo algo
más de lo habitual. El arroz o las patatas son omnipresentes como guarnición
del pescado, el pollo o la carne. Lo siento, parece que estuviera dando el
parte a mi madre, como ocurría hace años, o a mi familia, que tanto se
preocupan de mí.
Los sonidos de la mañana son
diferentes a los de ayer. Todo fluye, todo se repite, todo cambia. Cambia el
decorado y mi forma de observar, el procesamiento de imágenes, la conversión en
sentimientos. Escucho las voces de mis compañeros, un monótono zumbido, un
golpeteo rítmico, el canto de los pájaros que convierte la vulgaridad de los
sólidos industriales en inmersión en la naturaleza. Ésta provee con una
reducida provisión de insectos que no han tratado de amargarme la estancia. Al
que lo intenta con feos comportamientos lo aplasto. Junto al río los mosquitos
son más pesados, al amanecer y al atardecer.
Termino de desayunar y me quedo
observando el río. Me gustan sus colores matinales, su vestido de gala para
estas primeras horas. Le agradezco esa deferencia para impresionarme,
despejarme, cautivarme. Sin duda, trata de seducirme y yo, que soy facilón, me
entrego. Su quietud es atemporal. La otra orilla me parece más lejana. Es una
adorable cinta que adorna los azules del cielo y el río, estrecha, ligeramente
encrespada por las melenas de las palmeras. Una embarcación se mueve con
pereza. Las barcas amarradas se muestran confiadas.
(Continuará el 1 de abril)
0 comments:
Publicar un comentario