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En Gambia no pasa nada 71. Nuevos sonidos de la mañana.

 


Me sorprende la cantidad de productos alimenticios españoles que encontramos en el viaje: leche, cerveza (aunque la portuguesa es más abundante), galletas… Quizá muchos de ellos pertenecen a la distribución del maño del restaurante de Senegambia. Los españoles hacen poco ruido, pero se van posicionando en lugares insospechados sin ayuda oficial por no considerarlos territorios preferentes. Tiene un mérito enorme. Se habrá buscado la vida con trabajo y simpatía y habrá creado estrechos lazos comerciales y de amistad.

Admiro a esos empresarios, auténticos emprendedores de espíritu pionero que se lanzan sin red a ganarse la vida en esos países que nos cuesta localizar en un mapa.

Por supuesto, doy buena cuenta de esos productos españoles en el desayuno, que comparto con las sonrisas de mis compañeros. He dormido mejor. Lo necesitaba. El sol y la paliza de estos días (exagerando un poco, para dar tono dramático) habían incrustado el cansancio en mi cuerpo. Aún se me pegan un poco los ojos y siento pesadez con otros matices.



El ventilador ha causado esta noche etapas de ligero frío y ha provocado una pequeña tos que no sé si achacársela o hacerlo al atasco de nariz por la sequedad del ambiente, extraño al estar cerca del río. Sin duda, el polvo ambiental es el culpable. Tengo mis dudas sobre el reflujo, aunque el estómago funciona bien y sin ardores. La comida es suculenta, ligeramente picante. No es indigesta. Estoy comiendo algo más de lo habitual. El arroz o las patatas son omnipresentes como guarnición del pescado, el pollo o la carne. Lo siento, parece que estuviera dando el parte a mi madre, como ocurría hace años, o a mi familia, que tanto se preocupan de mí.

Los sonidos de la mañana son diferentes a los de ayer. Todo fluye, todo se repite, todo cambia. Cambia el decorado y mi forma de observar, el procesamiento de imágenes, la conversión en sentimientos. Escucho las voces de mis compañeros, un monótono zumbido, un golpeteo rítmico, el canto de los pájaros que convierte la vulgaridad de los sólidos industriales en inmersión en la naturaleza. Ésta provee con una reducida provisión de insectos que no han tratado de amargarme la estancia. Al que lo intenta con feos comportamientos lo aplasto. Junto al río los mosquitos son más pesados, al amanecer y al atardecer.

Termino de desayunar y me quedo observando el río. Me gustan sus colores matinales, su vestido de gala para estas primeras horas. Le agradezco esa deferencia para impresionarme, despejarme, cautivarme. Sin duda, trata de seducirme y yo, que soy facilón, me entrego. Su quietud es atemporal. La otra orilla me parece más lejana. Es una adorable cinta que adorna los azules del cielo y el río, estrecha, ligeramente encrespada por las melenas de las palmeras. Una embarcación se mueve con pereza. Las barcas amarradas se muestran confiadas.


(Continuará el 1 de abril)

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