La clínica está impecable. Nos
reciben Julia, que ha perdido la voz por una tremenda afonía causada por el
polvo, y sus hermanos, que también trabajan en la misma. Julia es estomatóloga,
una especialidad inexistente en Gambia. Tampoco la estomatología oncológica, a
la que se dedican. Se han centrado en los casos de cáncer.
Su hermana es médico (no
localizo en mis notas su especialidad) y su hermano, que es el que se dirige a
nosotros, es el administrador.
Nos explican la realidad contra
la que se enfrentan y que hace más admirable su labor. Cuando a un gambiano le
duele la boca acude al marabú para una extracción, algo parecido a lo
que ocurría en el pasado con el barbero. El marabú suele ser el alcalde
del pueblo o aldea; también, el brujo o hechicero al que acuden estas gentes
ante cualquier dolencia. Les da unas hierbas, ejecuta un conjuro, les retiene
para un ineficaz tratamiento, aunque siempre vistoso, espectacular y costoso.
Me imagino la puesta en escena. El marabú cobra por esos tratamientos a
estas personas sin apenas recursos. La gente de clase baja confía más en los
conjuros tradicionales que en la medicina moderna.
No hay cultura de empastes, de
tratamiento de las caries o de una limpieza de boca, por poner varios ejemplos.
No se cepillan los dientes. Su higiene tradicional es ejecutada con unos palos,
de diversos tamaños, que venden en los mercados y que utilizan como alternativa
al cepillo. Los pasan continuamente por la dentadura, lo que causa a largo
plazo un daño irreparable. Pero es lo que conocen.
Ellos insisten en difundir una
nueva cultura odontológica, los hábitos que para nosotros son habituales. En la
población adulta esos hábitos están muy arraigados. Los niños son más
permeables. Lo malo es que en muchas ocasiones se pierde el seguimiento de
estas criaturas cuando dejan de acudir a la escuela. Los niños tan solo pasan,
de media, dos años y medio en la escuela, a pesar de que la educación es
obligatoria y gratuita.
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