El primer contacto que
suelen tener turistas y viajeros con las gentes del país es algo más que
decepcionante: los funcionarios de inmigración. Decepcionante porque en todos
los lugares están cortados por un mismo patrón. Son serios, herméticos, secos,
nada comunicativos, de natural desconfiado. Nunca recibirás una sonrisa de
ninguno de ellos. Debe estar vetado por el reglamento. Quizá se considere una
fisura en la seguridad nacional. O, como no pueden entenderse con la torre de
babel en forma de larga cola ante su mostrador, mejor no hacer gala de
efusividad.
Toman el pasaporte, comparan la foto con quien lo ha entregado, trazan parecidos, achinan los ojos, ponen cara de mosqueo, revisan sin saber muy bien qué buscan, aunque aparentan ser unos auténticos sabuesos, ponen un sello y hacen un movimiento de mano que es tanto un “pase” como un “siguiente”. Controlan y ahorran la motricidad por temor a griparse. Realmente un trabajo bastante aburrido. Como el de todos.
M. le regala una sincera y abierta sonrisa y un castizo “gracias” al funcionario y desnaturaliza esa escena burocrática.
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