Aquellos paisajes lanzaban un
mensaje épico. Sin duda, la altura de las montañas era su principal argumento.
El cielo abierto y moteado de nubes plácidas parecía contradecirlo, pero
aportaba un mayor vigor a las sombras. El viento estaba al acecho, como si
esperara su momento en el guion escrito por las tormentas para romper las
hostilidades. Ahora se comportaba de forma melancólica, como si echara de menos
la lluvia, con la que se asociaría para una nueva exhibición de destrucción.
Quizá me equivocaba y el paisaje
era más bucólico que épico, más suave que lo que describían los escritores que
había leído, que insistían en los posibles cambios bruscos y las deflagraciones
de guerra abierta con los valles y las montañas, los ríos y los lagos. Intranquilizaba.
No me inspiraba una composición pastoril. No era la Arcadia.
Para Docky, vivir en este lugar
era como vivir en una postal. Y no le faltaba razón ya que el paisaje era
precioso. La naturaleza se ofrecía en estado puro, salvaje, poderosa. También,
peligrosa. La renovación de la flora era constante, unos árboles se
sacrificaban para que nacieran otros nuevos, el río cambiaba su curso y en una
de esas modificaciones podía llevarse por delante todo lo que estuviera en su camino.
Era la imprevisibilidad de sus caprichos, o de sus ditados. Cuando te
introducías en la impenetrable vegetación corrías el peligro de perderte, salvo
que te ayudará una senda o fueras dirigido por un experto guía. Las espinas de
los arbustos podían causar mucho daño. Respeto es lo que demandaba ese prodigio
natural.
Y ese respeto era el que podía
generar una dura polémica. Alcanzamos un tramo de carretera en obras. La
tormenta del día anterior había causado unos destrozos considerables. Nos
comentaron la idea de ampliarla para dar servicio a una futura mina de cobre,
lo que podría implicar un destrozo ecológico de considerables dimensiones y
acabar con el edén que admiraban nuestros ojos. La mina, evidentemente, crearía
empleo, desarrollaría la zona, la dotaría de mejores servicios y
comunicaciones. Se acortarían los tiempos de viaje, ya no serían tan
dependientes del avión o de los ferrys. Todo parecían ventajas, pero la minería
siempre cobra su tributo. Para quienes vivían de esa naturaleza, los
ecologistas y conservacionistas, la mina implicaba destrucción.
Pasamos un desvío que indicaba Piedad
Road. Más al norte, había otro hacia Mosquito Bay y nos preguntamos si también
estuvieron los intrépidos españoles del último tercio del siglo XVIII por estas
tierras. Habría que seguir investigando.
0 comments:
Publicar un comentario